Mi primera Susan fue la Sontag, Susan Sontag, que me enseñó a amar a los otros plenamente, en su más absoluta humanidad.

Luego vendría la Suzanne de Leonard Cohen : en medio de un torrente melancólico, colmada de naranjas y de tés de la China ella era capaz de llegar a la cita misteriosa.

Y, al final, Susana, la mía, avanzando por el mar interminable, ese lirio alegre, brillante y feliz que un día de verano llegó como un viento azul inesperado y egipcio para cambiarme el destino.

A los diecisiete años, casada y embarazada, Susan Sontag quería conservar apellido de soltera.

Sólo hasta 1951, cinco años después, cuando leyó El Segundo Sexo, habrá de darle sitio a esa precoz convicción feminista.

En 1973, en Partisan Review, bajo el título de El Tercer Mundo de la Mujer, dio a conocer sus respuestas al cuestionario sobre género que le planteó una revista española, en las que se definió por vez primera como intelectual feminista.

Dedicado a Oscar Wilde, el texto de Susan, que lleno de entusiasmo, notas y no pocas manchas de cariño y café me envió casi inmediatamente después de publicado Carlos Monsiváis, marcaría el inicio de una nueva y asombrosa, prometedora época.

Desde entonces, la Sontag figuraría como la aguda y profética promotora de la diversidad de género, después Simone de Beauvoir.

“Para alcanzar el poder -escribiría en la Partisan Review- todas las mujeres deberán trabajar remuneradamente. La liberación es poder, y en una sociedad liberada, las opciones homosexuales serán tan válidas y respetables como las heterosexuales, pues ambas se nutrirán de una bisexualidad auténtica. Ahora, las mujeres deberán tomar las calles en señal de protesta, tendrán que aprender karate, silbar a los hombres, hacer la crítica de los salones de belleza, organizar campañas contra las compañías de juguetes sexistas, organizar concursos de belleza masculinos y conservar sus apellidos de solteras. Si las reformas son paliativos, la agitación radical puede transformar la vida de las mujeres, y allí es fundamental cambiar la legislación del aborto. Nunca me describiría como una mujer liberada. Las cosas, evidentemente, nunca son tan simples. Pero si he sido siempre una feminista.”

Luego vendrían muchas otras batallas culturales y la radicalización de su incesante discurso crítico contra los gobiernos de su país: “George W. Bush es un estúpido rodeado de gente muy inteligente que sabe lo que hace. Desprecio y temo a su gobierno / En Estados Unidos hay cerrazón contra la disidencia / Clinton es Augusto y ahora somos un imperio de verdad / Arnold Schwarsenegger es un cretino ambicioso y un depredador megalómano.”

Vendría el tema del dolor, del dolor propio y el de los otros que hoy tanto nos acerca a ella.

Un año antes de morir de leucemia, en el 2003, Susan daría a conocer Ante el dolor de los otros, un ensayo crítico sobre la guerra, mientras avanzaba, con demasiada y pasmosa serenidad, hacia el final de su propio combate, en el que su idea de siempre del amor, después de tanta y tanta vida, permaneció desconcertante e inalterada.

"Parte de la ideología moderna del amor consiste en suponer que amor y sexo siempre van juntos. Puede ser que sí, pero creo más bien que en detrimento de uno o del otro. Y quizás el máximo problema del ser humano sea que no van juntos (...) Me he enamorado muy pocas veces, pero siempre que me enamoré fue algo que continuó y continuó y terminó -generalmente, por supuesto- en un desastre. No sé qué significa estar enamorada una semana.” (Entrevista con Jonathan Cott, revista Rolling Stone, 1978.

Una tarde, esta misma, frente a la ventana de ese lugar con nombre y maravilla que es mi casa, inundado de orquídeas, noño, hijo leal de conservadoras y superadas ideas de provincia me duelo, me rebelo, ante lo ingrato y agotable que es el amor.

Porque alguien me dijo, como se lo dijeron a Susan, engañándola, que el amor nunca termina.

O pasa de una semana, no.

Google News

TEMAS RELACIONADOS