Última parte: el encuentro de París. Después de mi primer encuentro con Octavio Paz en 1972, tuve la oportunidad de saludarle brevísimamente y sin palabras, siete años después, en un restaurante del barrio de Saint Germain, en París, al término de una comida que sostuvo con su amigo Julio Cortázar. El autor de Rayuela, que había dirigido la revista Cambio —con Juan Rulfo, José Revueltas, Pedro Orgamide y Miguel Donoso, publicación de la que fui colaborador secundario e incipiente—, me había propuesto un café para orientarme, después de su encuentro con Octavio, pues yo acababa desembarcar como estudiante en Francia. Cortázar, como otros escritores latinoamericanos era ya para entonces mucho más cercano a los poetas y narradores de mi generación debido, entre otras razones, al desbordante exilio sudamericano que se inició con el golpe a Salvador Allende de 1973 y que habría de modificar nuestra escena literaria. Paz, en 1971, había emprendido el proyecto de la revista Plural que, abriéndonos al mundo, nos presentaría las vanguardias literarias y artísticas y, de modo especial, la crítica sistemática e inédita al autoritarismo político mexicano que el autor de Posdata jamás habría de abandonar, dígase lo que se diga y a pesar de las desviaciones de quienes habrían de habilitarse mucho después como sus acólitos oficiosos. A la iniciativa de Plural, habrían de incorporarse plumas como las de Gabriel Zaid, Tomás Segovia, Julieta Campos, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alejandro Rossi y José de la Colina. Pero, no obstante el peso que la revista adquirió muy rápidamente en el país, el horizonte literario de México, después de 1973, habría de contar no sólo con la influencia de Paz y su grupo sino con la de los escritores latinoamericanos como Juan Gelman, Mario Benedetti, Tito Monterroso, Hernán Lavín Cerda, Antonio Skármeta, Miguel Donoso, Carlos Illescas, Poli Délano, etc., que habrían de acercarnos a Borges, a Neruda, a Parra, a Cardenal, Galeano, Cisneros, Lezama Lima, Onetti, Roa Bastos, Vargas Llosa, Dalton y muchos más. Con ellos, los jóvenes de entonces habríamos de apegarnos aún más a la ruta poética de las “pinches piedras” de la que hablaba Sabines y a una cierta conciencia social sobre el oficio del escritor derivada del por entonces todavía presente proyecto cultural de la Revolución Cubana.

Ese sería el tiempo de los talleres literarios que proliferarían con una propuesta crítica, estética y de formación hasta entonces desconocida, gracias al empuje de Óscar Oliva, Juan Bañuelos y Eraclio Zepeda, chiapanecos disidentes de La Espiga Amotinada. En 1974, con Miguel Donoso a la cabeza, se inició el Taller Literario de San Luis Potosí, en el que convivimos, aprendimos y desaprendimos con fieras como Roberto Bolaño, Mario Santiago Papasquiaro, David Ojeda, Juan Villoro y José de Jesús Sampedro.

Cuarenta y dos años después de mi desencuentro juvenil con Paz, a pesar de todo esto, tendría la oportunidad de resolver de una vez y para siempre la distancia artificiosa que a mis 22 años había establecido con el autor de Salamandra.

A principios de 2014, impartí en el Instituto Cervantes de París, un seminario sobre la Cultura Mexicana del siglo XX para el que se me sugirió dar un destacado espacio a la figura y la obra de Paz. Fue entonces que, encerrado en mi estudio de París, me di a la lectura rigurosa de sus Obras Completas. Fue entonces que devoré el inigualable ensayo de Jean Claude Masson que presenta la antología de Paz que publicó Gallimard, en 2008, en la Pléiade. Fue entonces que descubrí la importancia que tiene, en el conjunto de su vasta obra, la crítica de arte, sólo comparable a la que ejerció, también con profusión, sabiduría y grandeza, Charles Baudelaire. Fue entonces que comprendí a qué quiso referirse Henri Michaux cuando definió a su amigo Octavio Paz como el “último renacentista”.


Poeta e historiador. Director Ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE

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