Para Marisa, mi pequeña nieta que no alcanzó a conocer a su abuela que tocaba la guitarra.


En noviembre de 1979, hace 42 años, vivía yo, y más que vivía, crecía, nacía, soñaba y volvía a crecer, con Marisa, en una casa típica del sur catalán francés, 56 Avenue des Balèares, en Perpignan, Pirineos Orientales, provincia del Rosellón.

La terraza de la maravillosa residencia que nos alquilaba Mme. Jeanne Vilar, daba justamente al Palacio de los Reyes de Mallorca, una fortaleza que Jaime II ordenó construir para consolidar, en los condados de Rosellón, Cerdaña y la señoría de Montpellier, el estruendoso poder heredado de su padre.

Marisa y yo vivíamos, crecíamos, yendo y viniendo, desde la franchute nación, por ese raro mundo de mundos que como muchos locos nos proponíamos cambiar.

Ella iba con su guitarra, desafiando los agudos o roncos de Joan Báez, Janis Joplin y ese “Imagine” que cuando aparecía nos arrastraba, canasta de quesos, butifarras y vinos de por medio, a las madrugadas felices y bohemias en el mar.

Porque Marisa y yo vivíamos exactamente a diez minutos del Mediterráneo.

Perpignan era una ciudad pequeña, entrañable y tranquila para estudiar, jugar petanca en la tierra colorada de los jardines bajo los platanes, comer pizzas o lasagnas con cerveza y escribir poesía para compartirla, de madrugada, en la playa de Argelès-sur-mer, donde los franceses construyeron en 1939 un campo de concentración para casi 100 mil refugiados que traspasaron la frontera huyendo de España tras el fin de la Guerra Civil.

Vivos están en mí los relatos que en cada sobremesa, después de un espléndido arroz a la catalana preparado bajo la dirección de mi suegra, solía hacer el Sr.Manuel Abella, su esposo y padre de Marisa, que vivió el horror del campo de Argèles.

El Sr. Abella solía contarnos cómo los soldados senegales, desde un agresivo camión, les lanzaban a la arena del campo ristras de plátanos y decenas de miserables panes mugrosos que solían sucitar el arrebato, el enojo y la tremolina.

Argèles, Perpignan. La Francia de la época socialista. El mundo post Vietnam. La posibilidad de cambiar la vida o de seguir padeciendo, década tras década, al poder ingrato y autoritario, del que muchas naciones no han podido salir aún hoy.

Perpignan, Argèles.

Hace 41 años, hasta nuestra casa de 56 Avenue des Balèares de Perpignan llegaría, envuelto en una bolsita de color blanco de Sanborn´s, mi segundo libro de poesía, “Liturgia del gallo en tres pies”, publicado por Bellas Artes, con una notita apresurada de Miguel Donoso Pareja, mi maestro de vida, mentor literario y editor, que decía: “no sabes lo que batallé para que este cabrón entregara su texto”. Gulp.

Donoso se refería nada menos que a Carlos Monsiváis que entusiasmado por mi poesía, no obstante, como era su costumbre, había retrasado durante meses la entrega de la presentación de mi libro.

Perpignan, 1979, cuando la esperanza de cambiar al mundo y a nuestro país estaba ahí, desafiándonos para entreganos sin reserva. Qué oportunidad. Cambiar la vida, reinventar el amor, era lo único que nos comprometía y me sigue involucrando hoy.

En un Encuentro de Joven Poesía Latinoamericana al que acudí en el invierno de 1979, en la Universidad de Perpignan, a propósito, leí este poema:

“Qué buscabas, / entonces /en aquella ciudad / bajo la sombra / qué en los globos del aire / qué en el mugido de su plaza / vaca de poetas, / en tu caballo solo, sin coraza. / Algo que hiciera parpadear / dejar la carga del solo / en el alma calaca de este país sin cambio y sin baile”.

Ese mediodía, al fondo del auditorio, Marisa atisbaba, como siempre, atenta y coqueta, con su pelo marrón refulgente, vestida con un oberol de mezclila y una blusa de minúsculas e innumerables flores, esperando a que yo terminara de leer mis poemas para irnos a la playa a cantar con nuestros amigos catalanes y gitanos.

Poeta e historiador.
Director ejecutivo de Diplomacia Cultural en la SRE

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