I. En cada vereda, un amigo

Extraño, entrañable, enorme, Mitterrand, tenía la profundidad de vida, la grandeza suficiente e inevitable para ser campesino, montañés, o presidente de Francia. Ningún otro destino le estaba reservado.

“El poder por el poder nunca fue un ideal para él -escribió Jack Lange, su antiguo Ministro de Cultura. Mitterrand deseaba sobre todo cambiar la vida y transformar a la sociedad, derribar todo tipo fronteras, desplazarse por montañas, detenerse en los ríos, estar en paz.” (François Mitterrand, Fragmentes de Vie Partagée, París, Seuil, 2011.)

Conocedor de cientos de pueblos y caminos, la Francia rural se rindió ante su nobleza. En cada vereda, un amigo. En cada estación de descanso, resguardado tras la cortinilla de sus muy conocidos y repentinos silencios, el presidente trabajaba en una nueva idea para seguir desbordando su vida.

Tímido, introspectivo, solía llevar, siempre, sobre su clásico abrigo negro, una bufanda rojo carmesí. Algún periodista un día lo detuvo para preguntarle por qué solía vestir una bufanda tan llamativa. “Es que quiero que la gente vea la bufanda y no a mi.”

II. Mayo 10 de 1981

Mitterrand gana la elección presidencial y Marisa y yo, como Alirio y María y muchos otros amigos y compañeros de estudios, vivimos la plenitud del ascenso socialista desde la nostalgia latinoamericana porque en el Cono Sur seguían haciendo de las suyas los militares criminales y México se concentraba en el ensayo de una modernidad todavía colgada del lastre priista.

El día 20, cuando después del Consejo de Ministros Giscard D´Estaing le está transfiriendo el poder en el palacio presidencial, Mitterrand se dirige a sus dos invitados especiales, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, diciéndoles: “Ustedes pertenecen a ese mundo que yo amo.”

El campesino convertido en Presidente, que no dejaría de sucumbir, como De Gaulle, a eso que Lionel Jospin llamó “la tentación napoleónica (Le mal Napoléonien, París, Seuil, 2014.)

Basta apreciar la huella arquitectónica y monumental que Mitterrand dejó en París durante los 14 años que duró su presidencia (1981-1995): Museo D´Orsay, Pirámide del Louvre, Instituto del Mundo Árabe, Arco de la Defensa, Biblioteca Nacional, etc.

III. Nostalgia de Mitterrand

Jacques Attalli, el consejero máximo de Mitterrand durante 20 años, maestro de Emmanuel Macron y jefe, en las andanzas del poder en el Elíseo, de François Hollande, que llegaría a Presidente, y de José Córdoba Montoya, a la postre el Attali de Carlos Salinas de Gortari, un buen día de noviembre de 1994 vino a México. Porque Córdoba, como me lo revelaría Paul Dijoud, mi amigo, entonces embajador de Francia en México, quería que su antiguo jefe terminara de convencer a Salinas de que la mejor candidatura a la presidencia de la república era la de Luis Donaldo Colosio.

“Vente a cenar esta noche conmigo y con Attali”, me propuso Dijoud. Y acudí, sobre todo, interesado en poder preguntarle al personaje una y mil cosas sobre Mitterrand. Sobre el temple de ese hombre que pasó buena parte de su presidencia con cáncer y el rechazo a la “medicina insidiosa.” Pero no. Después de cenar con cierta prisa una ensalada y dos o tres vasos de agua, Attali se disculpó diciendo que eran las 9 de la noche y que, estuviera donde estuviera, siempre solía escribir a esa hora el libro en curso de su prolífica obra.

Veintiséis años después de esa cena-no cena con una de las mentes más lúcidas de la actual hora del planeta, la nostalgia me invade y me agobia la pequeñez dominante, la falta de voluntad visionaria sobre lo que pasa.

Nostalgia de Mitterrand.

En alguna entrevista reciente (La Nación, 25 de julio), Attali afirmó: “El hecho es que la humanidad aún no comprendió la profundidad de la crisis que se avecina …”.

Tiene razón.

Porque vivimos atrapados en la fenomenología del semáforo rojo, sin pensar crítica, responsable y creativamente en lo que viene.

Nostalgia de Mitterrand.

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