Hace 45 años, en la madrugada del Día de Muertos , víctima de una brutal paliza y de machacarlo una y otra vez con su propio Alfa Romeo, murió Pier Paolo Pasolini (Bolonia, 5 de marzo de 1922/ Ostia-Lacio, 2 de noviembre de 1975), el poeta a quien debe tanto el joven provinciano que fui, cautivo en el mundo de los engomados que rezaban, casa tras casa, ventanal tras ventanal: “Cristianismo sí, Comunismo no” o “En este hogar somos católicos” y otras más pías y sacrosantas barbaridades.

El año de su asesinato ocurrido en las más turbias circunstancias, yo tenía ya cinco de haber publicado mi primer recuento de poemas (Botando una pelota roja, San Luis Potosí, Impresos Tepeyac, 1970) y estaba en la escritura de la Liturgia del gallo en tres pies, México, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 1978) que gracias a la lectura de El Ruiseñor en la Iglesia Católica, me llevó a transgredir el mundo púrpura y perversón de la Apóstólica y Romana. Pasolini, el poeta civil más importante de su país en el siglo XX. Pasolini, el cineasta de la Trilogía de la vida, de Saló o los 120 días de Sodoma, suma del terror de la tortura y de la crueldad humana. Pasolini, el transgresor sexual perseguido por sus camaradas comunistas y la buena sociedad italiana y vaticana. Pasolini el filólogo, el estudioso profundo de las formas populares y dialectales, que hoy vive casi sometido al ultraje de la indiferencia o del silencio.

Pasolini el teórico pro marxista, que se aventuró a predecir la decadencia paulatina que viviría el mundo, no con el régimen neoliberal, sino antes, con el neocapitalismo sobrevenido de la Segunda Guerra, generador de las mutaciones culturales que el desarrollo de la producción masiva y las nuevas tecnologías de la comunicación se fueron suscitando en Italia para revelar los signos de la degradación y la cultura.

Para Pasolini, Italia era algo más que el país de la comedia del arte, la despreocupación y las mandolinas. Un país trágico, lacerado por infinidad de conflictos, en momentos de grandes transformaciones cruciales, de la corrupción de las costumbres y la pérdida de los valores tradicionales.

Pasolini observa, y todo va a anidar en su vasta obra, la despoblación del campo y la emigración de los campesinos, especialmente los meridionales, en dirección a las fábricas y las empresas del Norte y su transformación antropológica, a casua del choque de la mentalidad, las tradiciones y las costumbres de las regiones en las que tratan de establecerse y de la proliferación de miserables periferias metropolitanas donde crece una doliente humanidad de sub-proletarios.

“¿Cómo me hice marxista -se preguntará a finales de los 60/ Pues bien… andaba entre cándidas florecillas y acianos de primavera,/ ésos que nacen justo después de las prímulas,/ -ypoco antes de que se llenen de flores las acacias/ olorosas como carne humana, que descompone al calor sublime/ de la estación más bellas/ y escribía a la orilla de pequeños estanques/ que, allá, en el país de mi madre,/ con uno de esos nombres/ intraducibles llaman, “fonde”,/ con los jóvenes hijos de campesinos/ que inocentemente se bañaban/ (porque eran impasibles ante su vida/ mientras que yo les creía conscientes de lo que eran)/ escribía los poemas de El ruiseñor en la Iglesia Católica/ esto ocurría en el 43:/ en el 45 todo fue distinto./ Aquellos hijos de campesinos, algo más crecidos,/ se pusieron un día un pañuelo rojo al cuello/ y marcharon/ hacia las sedes del mando, con sus puertas/ y sus pequeños palacios venecianos./ Así supe que eran jornaleros/ y que por lo tanto había patronos./ Me puse de parte de los jornaleros y leí a Marx (…)

Acusado de pesimismo patológico, falta de realismo y eclecticismo en grado mórbido, Pasolini vivió las ingratitudes y amarguras de un tiempo que no era suyo.

En los casi 50 años transcurridos desde su muerte, su obra aparece bastante profética.

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