Crecí, más bien me crecí a contraccorriente porque hasta el desierto de San Luis, “Chihuahuan Desert”, al sur del país, no llegaba el agua y sí, todavía hasta 1879, las parvadas de apaches y comanches, mascogos y seminoles, que el general Bernardo Reyes, padre de Alfonso Reyes, tardó un poco en dominar.

Crecí con las historias sangrientas de los Cuerpos de Lanceros españoles encargados de perseguir y sacrificar chichimecas.

Crecí bajo el peso inmundo y enorme de una permanente loa a la Revolución, que a cambio de tantos muertos y tantas traiciones, ofrecía por aquí y por allá la tierra prometida, que un día llegó pero en pirata, es decir, en forma de despensa.

La traición, ese reptil prehistórico tan recurrente entre nosotros que no respeta nada.

Crecí leyendo, escuchando en los cafés, entre los capuchinos y los cigarros Alas, que “en política se vale todo”.

Y sí: se volvió indeseable y costoso el pragmatismo sin principios que desapareció democracia y política abandonándonos al puro poder.

Crecí al momento en que los conceptos de Cambio o Reforma se quebraron como floreros de feria.

Crecí arcaico, entonando el Himno del Petróleo que nos enseñaron en segundo de primaria, aunque el del Agrarista me paso de noche, nunca lo aprendí, tal vez porque no hablaba de Cárdenas, el michoacano que frenó el poder abusivo de Plutarco Elías Calles.

Crecí, y para demostrar que en todos lados se cuecen colifores, ya adulto me tocó presenciar la escena terrible de los viejos de un asilo en el sur de Francia que eran “acarreados” un domingo para votar.

Crecí como tantos en la desilusión: “sólo los ilusos se desilusionan” diría Gómez Morín.

Crecí y hoy que lo sé, quiero seguir desilusionándome.

Crecí, pude, por la pura fuerza de la intuición y del tanteo, cruzar lagunas completas para que un pato relamido, con sus graznidos secos y cortantes, pudiera descifrarme ese mundo donde el hombre no parecía ser el zoon politikon sino simplemente un animal difícil. Demasiado.

Animal difícil y matón, como lo muestra la barbarie que se esparce por todo el siglo XX y el que llevamos, para la más absoluta vergüenza humana.

Recorrí, me fatigué, fracasando cada vez mejor (Beckett), aprendiendo a otear, leyendo el cielo sin treparme a las pirámides o al banco largo de la cocina.

Conocí la vida, el amor como musgo, como flor azul, irish de un día, roca sabia, lluvia silente necesaria.

No encontré “otro lado”, porque creo que todo está aquí reunido, oscuro, azul, alegre, triste o violento. Aquí.

Ahora que llegaron y cundieron las malas noticias del virus de oriente y de otros lugares, cuando hemos removido todos los rincones del mundo y de la casa, caemos en la cuenta obvia de que los muertos, mis muertos, tus muertos, están en todas partes, oliendo a un gel injusto y engañoso.

Están, los pocos, con una etiqueta amarada al dedo gordo del pie derecho.

Están, los muchos, insepultos, así sea que ya no estén en la calle, reclamándole al Estado como Antígona en vano le reclamó a Creonte.

Aunque vamos subiendo la cuesta.

Al desierto, a mi desierto no volví, no he vuelto.

Antes bien -como decía la profesora que me enseñó el Himno del Petróleo- me embarqué en otro desierto, en el desierto salado de Irán, acompañado de Guita, Guita Aslani Sahahrestani, dejando atrás los montes Elborz, rumbo al Tyr, donde, se dice, el león mató a la bestia sagrada en Apadama para que llegara el invierno.

En el desierto blanco Dasht-e-Kavir, sin mucha prosopopeya, un ruiseñor le cantaba a una flor amarilla en pahlaví, y una cabra extraña, negra, muy levantina, yacía trepada en un árbol argán.

Y, de pronto, un letrero mal puesto: “esta es Persépolis, aquí termina el camino.”

Crecí entre los templos de Ostia Antigua, donde Mitra ejerce como único dios persa.

Crecí en esas aguas, en las del Tíber, caminando paso pasito hasta Roma, dejando un puñado de flores en la playa donde un Día de Muertos asesinaron a Pasolini.

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