La vida, casi toda, consiste en aprender a como no caernos, a como no habría que meter las manos al fuego, a como no juntarte -oh padres y madres, maestros beneméritos- con los malosos que puedes encontrarte siempre en el trabajo y en la escuela, en el cielo, la tierra y en todo lugar. A no meter la pata, el hombro y el resto, aunque la posibilidad de hacerlo era y sigue siendo infinita.

Aprendizaje aunque no quieras, vara de membrillo.

Educado fuera de las vajillas y los moditos de familia, aprendí a desaprender día tras día como una forma de continuar sin tropezarme. Como un ciego feliz dueño de su luz. Equivocándome. Aprendí de cada realidad sus enredos e intríngulis. Aprendiendo, como cuando acodado tranquilamente en tu pupitre de segundo o tercero de primaria, viendo de solayo un día a tu compañero de junto te asaltaba, repentino como reptil, el sentimiento de la envidia, que era una forma de iniciarte en el problema del poder.

Aprendimos a caminar a veces a oscuras, sin saber prender o apagar, sin señales claras o amarillas de rumbo, a ser comedidos y no ingratos, aunque en el mundo de todos tus días circulen, plenos de impunidad, los desleales, los felones y traidores. A diferencia de todos aquellos amadísimos seres a los que un día simplemente les dijiste: “tú perteneces al mundo que yo amo.” Y nada más. Y te siguen queriendo, amando.

Aprendimos el mundo a partir de los globos, mapamundis de metal abolladones, a los que hacías girar con la goma de un cómplice y mordisqueado lápiz Mirado-Grafito Nº 2, de color amarillo mostaza, que sabía a bosque de Indiana.

Aprendimos, en esa primera exploración infantil de cosmopolitismo noño, que el mundo se armababa armónicamente con los casi 200 Estados reconocidos por la ONU y que gracias a la UNESCO, luego de la derrota del MAL hitleriano, íbamos a estar en paz. A pesar de todos y cada uno de los odios supremos y de los vietnames que siguieron y continúan en la escena.

El aprendizaje un poco más realista que más tarde, ya en la banda de montaje de los saberes universitarios y de los sublimes postgrados, giraría en torno de la aceptación de que la vida internacional, como la de cualquier familia o de vecindario de fabela o condominio o vecindad, no podría más que gravitar entre el conflicto y el consenso y en una idea de comunidad internacional fundada, por cierto, en la universalidad y la diversidad de las culturas.

Entonces nuestras batallas de generación libertarias fueron las de la ilusión.

Creímos, como creemos hoy, que la poesía siempre estará, está.

Que ella es la mejor arma hacia el futuro.

No estamos perdidos, es que alguien quisiera que no nos encontráramos.

¿En dónde estamos? ¿Cuál es el estado de la situación, hoy?

En primer lugar la incertidumbre tenaz.

En ese mundo oso que va tras su conformidad.

En el esfuerzo vano de tratar de oponer la memoria traumática a la posibilidad de una memoria sana, evolutiva, que comience a abrirnos las puertas del único futuro que hoy puede inventarnos a todos.

Y no podemos más que estar y seguir en la reinvención de todo. En todas las cosas y causas que sabíamos antes del aprendizaje. En desaprender casi todo lo sabido. En comenzar a perderte para encontrarte. En cada luz que parecía sombra o engaño.

En saber como encender y apagar el volcán.

Toca hoy abandonar lo sabido, lo que nos dio la luz y el ánimo permanente.

Desaprender, tocar de nuevo, abrir la mañana para esperar al sol.

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