La presidencia de López Obrador ha llegado a su fin. Porque esa presidencia va a reducirse a partir del día de mañana en una facción que intentará, sin ningún límite, combatir a la sociedad que le es desafecta en grado incontenible y creciente. En sentido estricto, la presidencia de López Obrador ha muerto, porque ha renunciado a gobernar por el bien y la concordia de la nación. Porque no es posible que, en un país ocupado por el crimen organizado en más del 70 por ciento de su territorio, el presidente, desprovisto de responsabilidad pública, desentendiéndose de ese país que el Estado ha venido perdiendo ya, se alíe y promueva morenizando a quienes, gobernadores o munícipes, constituyen ese entramado de poder que vacía y suplanta a la república. La presidencia de López Obrador es un peligro ya para ella misma porque la historia y la cultura política mexicanas han rechazado siempre la perpetuación en el poder de hecho o de derecho. ¿Olvidó ya López Obrador, tan afecto a la memoria histórica, la lección del general Cárdenas, cuando segó de cuajo la pretensión de Plutarco Elías Calles de 1935 de seguir mangoneando presidentes “nopalitos”, la experiencia del asesinato de Álvaro Obregón que intentó reelegirse “legalmente” en 1928 o la del proyecto continuista de Carlos Salinas de Gortari que -con todo y sus altos índices de aprobación- precipitó la crisis de su propia sucesión con la división del grupo gobernante, la sublevación zapatista y el crimen del candidato Luis Donaldo Colosio en 1994? Mañana, con el armatoste intimidante de poder que se impondrá en el Zócalo en respuesta a la fuerza cívica mostrada el domingo pasado en la capital y varias regiones del país, el presidente, convertido, como antes Salinas, en jefe de facción de espaldas a su condición de jefe de Estado, podría abandonar ya el Palacio desde el cual, casi desde el inicio de su desordenada e insulsa gestión, se ha venido dedicando a ofender, injuriar, denigrar y no pocas veces a mentir y a confundir a una extenuada ciudadanía que sólo aspira a que su país vuelva a los quicios perdidos. Porque la iniciativa de una supuesta transformación histórica del país está terminando en más decadencia y descomposición. En unas horas, el presidente dejará de serlo por todo esto, porque habrá perdido sin remedio la escasa autoridad moral y la legitimidad que le restaba. Sí, pero ¿qué sigue? ¿qué podría seguir ya en el campo imprevisible y llano, incierto en demasía, con una elección presidencial en ciernes y el país más suelto que nunca? Lo más seguro es que no presenciaremos la rectificación (too late), tratando de evitar el avance de esta especie de guerra civil que se alienta con furor día tras día. El desafío que tendremos, entonces, después de la exhibición del armatoste del poder faccional susodicho, será cómo vamos a reaccionar ante los daños que deje su paso, teniendo en cuenta que el armatoste sería el ariete fundamental con el que cada vez más expuesto presidente tratará de avanzar como valentón y frenético kamikaze hacia los comicios de quien deberá sucederlo en el cargo. Para entonces, si todo le sale bien, México estará sufriendo horrores.

Poeta e historiador

 

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