Culiacán vivió ayer una jornada de verdadero terror en la que parecieron soltarse todos los tigres que habían estado encerrados esperando desatar sus cadenas. Tras de una información que corrió como reguero de pólvora pese al hermetismo que guardaron las autoridades, la captura y posterior liberación en esa ciudad sinaloense de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín Guzmán Loera “El Chapo”, desencadenó una escalada de violencia en la que destacaron los bloqueos de vialidades, las balaceras en distintos puntos de la urbe, los llamados a no salir de casas, escuelas, comercios y centros de trabajo; e incluso la fuga de una treintena de reos del penal de Aguaruto.

Tal contexto de violencia, caos e incertidumbre demandó la comunicación de emergencia del presidente Andrés Manuel López Obrador con su gabinete de seguridad y en ciertos momentos se habló incluso de imponer el toque de queda ante una situación que parecía ya salida de control.

Lo sucedido en Culiacán constituye un reto decisivo para el gobierno de la denominada Cuarta Transformación, quizás el más difícil desde que asumió el poder en diciembre pasado. Y es que viene a sumarse a la cadena de sucesos violentos que apenas se han registrado con diferencia de pocos días en Aguililla, Michoacán, y Tepochica, Guerrero, en los que el derramamiento de sangre, de uno y otro bando, han sido una fatal constante. La actual administración hasta el momento sostiene su apuesta por una política de conciliación con quienes han recurrido al camino de la violencia, mientras la aprobación de la Ley de Amnistía espera ser aprobada por el Congreso de la República, con la pretensión de beneficiar a quienes se encuentren internos en penales federales por delitos que han pasado a ser tipificados como no graves (por ejemplo, robo simple o posesión de enervantes), más no así para aquellos relacionados con delincuencia organizada o que pongan en riesgo la seguridad nacional.

Visto a la distancia de los días, la oleada de violencia y terror que ha recorrido la geografía nacional, desde Coatzacoalcos y Minatitlán, pasando por Aguililla y Tepochica, hasta detenerse como ayer en Culiacán, hace repensar que tender la mano a la delincuencia y ser benevolentes con quienes han optado por el delito como modo de vida, con toda la buena voluntad que se pretenda para lograr un acercamiento y pugnar por una reconciliación nacional, tal vez no sea la mejor de las estrategias de pacificación. Y lo peor es que todo indica que no.

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