Nunca hubiera querido escribir esto. El sábado pasado, 20 de febrero, murió un querido amigo mío: el maestro Samuel Oviedo. Fue víctima de la enfermedad que ha arrasado el mundo desde el año pasado y sigue aniquilando a miles de personas todos los días. Samuel Oviedo no es, desde luego, como en ningún otro caso, una cifra más. En cada caso, una muerte en estos tiempos significa una tragedia especialmente dolorosa y desesperante, por las condiciones difíciles en que se da. La muerte se ha convertido, aunque apenas resulte concebible, en algo aún más desgarrador que antes; es algo que hemos aprendido de la peor manera en el curso del año pasado y en lo que hemos vivido (y padecido) de este 2021.

Oviedo era, sobre todo, un hombre bueno. Lo traté con regularidad durante más de tres lustros y fue siempre impecable conmigo y con mi familia. Sus hijos y sus parientes se convirtieron también en amigos míos; uno de ellos ha sido y es mi alumno en una de las universidades públicas donde doy clases. La familia Oviedo ha sido parte de nuestro paisaje humano desde que, en 2005, mi esposa y yo nos mudamos a la colonia donde ellos han trabajado durante largo tiempo.

Siempre admiré las múltiples habilidades del maestro Samuel. Sabía trabajar con las manos y poseía un talento —a la vez innato y cultivado con asiduidad— para discernir el funcionamiento de numerosas invenciones humanas, que él solía enriquecer con modificaciones acertadas, siempre útiles. Si se trataba de una instalación eléctrica o de un enredo en la plomería, don Samuel proponía y ejecutaba la solución idónea. Pero todo eso era nada más una parte de lo que en mí despertaban su presencia, su voz y su trato: una admiración irrestricta.

Suele decirse que los trabajadores mexicanos se las ingenian para saber cómo arreglar una infinidad de aparatos y máquinas. Es cierto. Lo que no es frecuente es que a esas cualidades se añadan la gentileza en el trato, la cortesía y la afabilidad. Así era Samuel Oviedo: un hombre de trato cálido, sin dejar de ser sobrio.

Conversábamos poco cada vez que nos encontrábamos, pero siempre sustanciosamente y con provecho para mí y para mis asuntos; a la vuelta de los años, me he dado cuenta de que la suma de esas pláticas breves dibuja una amistad rica y gratificante. Yo le preguntaba sobre la vida, el mundo y los problemas concretos de la casa. Si no sabía en ese momento cómo resolver algún problema, nos prometía estudiarlo desde todos los ángulos y ofrecer una salida, una solución; siempre regresaba a plantear sus conclusiones y emprender las tareas pendientes.

Tenía planeado escribir sobre otro asunto. Se me impuso, por la fuerza y la magnitud de la tragedia, hablar sobre la muerte de Samuel Oviedo. Así tenía que ser. Lo extrañamos ya y lo extrañaremos en los años que sigan.

Samuel Oviedo murió a los 58 años de edad. Nació el 16 de mayo de 1962. Murió el sábado 20 de febrero de 2021.

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