Una “almoneda” es una venta pública de bienes, una subasta; la palabra es de origen árabe y en una de las ciudades más árabes de España se llevó a cabo una almoneda en 1616: el remate en Córdoba, al mejor postor, de diversas propiedades que a su muerte dejó el Inca Garcilaso de la Vega, cronista benemérito del Perú y escritor de raza. Esa subasta del patrimonio terrenal acumulado por un gran personaje de los siglos de oro es el tema de un bellísimo opúsculo de Amelia de Paz, filóloga y escritora de raza también: en mi opinión, que no calificaré de “modesta”, una de las verdaderamente grandes figuras literarias de nuestro tiempo.

El texto de Amelia de Paz se lee en un rato, pero la investigación que lo sustenta, lo anima y lo convierte en una prodigiosa máquina del tiempo le llevó a la autora vigilias y afanes sin cuento: leído en un tiempo corto nos sumerge en un tiempo larguísimo y al recordarlo en los días siguientes adquiere una cualidad casi mágica de ventana que da a la vida del siglo XVII.

Tengo fundadas razones para suponer que Amelia de Paz andaba en busca de datos diferentes de los que leemos en el opúsculo, titulado sencillamente La almoneda del Inca Garcilaso, cuando dio con ese material formidable: los documentos de la subasta cordobesa de 1616. ¿Qué andaba buscando la investigadora? La pregunta es fácil de responder: informaciones sobre don Luis de Góngora y Argote, príncipe de los poetas de nuestra lengua, cuya biografía ella prepara hace ya algunos años y que será una obra monumental. A la caza de “contextos gongorinos”, entonces, halló todo lo relacionado con la almoneda del Inca Garcilaso.

Un buen libro de investigación histórica como este, escribí, puede ser una “máquina del tiempo”. El texto de Amelia de Paz lo es y merece el calificativo que le adosé: prodigioso artilugio para viajar al pasado. Pero no solamente nos permite asomarnos a la España de Miguel de Cervantes y Luis de Góngora, del Inca Garcilaso de la Vega; es una pieza literaria en la que se entrelazan eruditas disquisiciones sobre la época y una prosa de primer orden. El saber inmenso está aquí confundido con la expresión más feliz, más bella y conmovedora.

El penúltimo párrafo del opúsculo comienza de esta manera: “Los cinco canarios que tenía el Inca se los llevó por cincuenta y seis reales un Francisco Fernández —que no es el Abad de Rute—, vecino de Córdoba, con sus jaulas”. Esos pajarillos son el punto irradiante desde el cual Amelia de Paz despliega un ciclorama que comienza como un bosquejo diminuto y se convierte en una visión planetaria del destino del Inca Garcilaso de la Vega, de la literatura de nuestra lengua y de “las estirpes condenadas a cien años de soledad”.

Suelo quejarme de los españoles que nunca voltean a ver hacia este lado del Atlántico. No es así Amelia de Paz; no lo son otros españoles, nuestros maestros, nuestros hermanos, nuestros interlocutores.

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