Releo con gran interés, como siempre, en uno de mis libros de cabecera, una reflexión acerca de cómo “gran parte de las ideas que ahora tenemos acerca de los derechos y deberes del ciudadano provienen directamente del pensamiento grecorromano” (Gilbert Highet, La tradición clásica).

A un lector de cultura media, esa afirmación le resulta natural: sentirá que está inscrita con firmeza en el horizonte histórico y que nadie en su sano juicio la pondría en duda. La palabra “democracia”, la idea de una institución como el Senado republicano, la idea misma de república —y muchas, muchísimas otras— tienen raíces en Roma y Grecia; sabido es que los romanos llevaron a su ciudad y a todos los ámbitos de su imperio lo que aprendieron de los griegos. Esas ideas circularon más o menos libremente en el ámbito del Mar Mediterráneo y más tarde se entrecruzaron con el mensaje evangélico llegado del Medio Oriente: esa es la triple matriz de nuestra civilización. Grecia, Roma, Palestina.

La circulación de las ideas no tolera —o no debe tolerar, mejor dicho— el freno o las restricciones de las fronteras políticas. Esas fronteras tienen su expresión material en las aduanas y en las leyes para la entrada en un país de lo que llega de fuera; de manera figurada, hay otro tipo de fronteras políticas: las que no es posible franquear a riesgo de enfrentarse con el poder en una situación de fuerzas asimétricas: de un lado el transgresor, del otro el guardián del orden establecido.

El individuo que presidió el gobierno mexicano entre 1964 y 1970 acusó de “imitación extralógica” a los estudiantes rebeldes que en 1968 nos manifestamos en contra de su autoritarismo represivo. ¿A quiénes imitábamos, según él? A pensadores extranjeros; los mencionó por su nombre: Herbert Marcuse, Jean-Paul Sartre. Hemos vuelto a esos días, increíblemente, aunque el Presidente actual no mencionó a Judith Butler o a Simone de Beauvoir para explicar cómo el movimiento de las mujeres disidentes ha sido víctima de “ideas importadas”.

El idioma en el que esos dos presidentes mexicanos, el de 1964-1970 y el actual, lanzaron sus reprobaciones de las ideas ajenas, extranjeras, llegó a esta parte del planeta del otro lado del Océano Atlántico: no dijeron en náhuatl lo que dijeron, ni en zapoteco, huave o maya; lo dijeron en español. Bien se sabe que el padre Hidalgo era lector de Voltaire y de los enciclopedistas: admiraba ideas extranjeras, aunque para él no eran ajenas sino dignas de apropiación porque estaban empapadas de valores admirables.

Están las ideas valiosas, susceptibles de apropiación: quienes las valoran las hacen suyas. Está el temor de quien no las entiende o no quiere entenderlas. Y está la implacable realidad: la realidad mexicana, cotidiana, de los feminicidios y de la violencia en contra de las mujeres.

Donde se cruzan las ideas fecundas y la realidad comienzan las verdaderas transformaciones.

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