La pregunta de un Hamlet-lector de nuestros días en su monólogo no es “¿leer o no leer?” sino esta: “¿papel o pantalla?” La primera ya está despejada de un modo que se cae de obvio: si no lee no es lector, sencilla y rotundamente. La segunda es complicada y de la respuesta que se le dé se desprenden múltiples consecuencias, que darían materia para otra columna como ésta o para muchas páginas que por el momento no escribiremos (tenemos mucho que leer).

La primera vez que me formulé esa pregunta en torno al papel y la pantalla fue ante la muy atractiva oferta de libros que podía descargar, gratis o no, en mi tableta electrónica. La duda hamletiana me tomó por asalto y todo concluyó con una transacción que en ese momento me pareció levemente ridícula: compré y descargué mi primer libro electrónico y al día siguiente fui a la librería a adquirir el ejemplar en papel de la misma obra. Me sentí, ¿cómo decirlo?, derrotado por mi debilidad ante la inercia de mis costumbres, incapaz de modificarlas.

Leí el libro en las dos formas o formatos, un poco a escondidas porque no quería que nadie supiera cómo alternaba la pantalla con el papel: me daba pena, extrañamente. Esa pena se me ha quitado, pues descubrí que muchos amigos hacían lo mismo e igualmente se apenaban. En la conversación salió el tema y poco a poco iba atreviéndose uno a confesar; entonces, para alivio de todos, otro más preguntaba: “¿tú también?”, con lo cual la reunión se animaba y la vergüenza se disipaba, quizá para siempre.

Ese primer libro que leí casi completo en mi tableta fue un tomo considerable de Tony Judt sobre el periodo histórico que siguió a 1945. Seguí las páginas de Judt en mi tableta y en el tomo que compré en la librería: una especie de lectura anfibia, mixta, que más o menos pude armonizar a lo largo de los días. Al lado de la pena originaria, por llamarla de alguna manera, sentí una curiosa forma de satisfacción.

Desde entonces he leído varios libros completos en mi tableta. No puedo negar las ventajas pero a veces me siento un poquitín traidor.

Una de las tareas más difíciles es conseguir que un individuo cambie de hábitos, sobre todo si tiene una edad, digamos, avanzada (es mi caso y el de mis amigos). En la escala de un país equivale a un cambio de régimen político. No es imposible, pero es sumamente arduo y complicado. Si uno ha leído libros en papel casi toda su vida, mudarse a la pantalla electrónica se parece a subir el Everest sin equipo ni oxígeno. Desde luego, exagero; pero no tanto.

Las costumbres, los hábitos, aun las manías o los automatismos, están arraigados en aquello que nos hace propiamente humanos: ese humus primigenio de nuestro ser, desde el que se proyectan hacia el exterior los actos que también nos definen.

Para una vida de lector, el vehículo o continente de las letras es importantísimo; de ahí la dificultad de migrar del papel a las pantallas electrónicas.

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