La muerte de Francisco Toledo nos ha dejado aturdidos, boqueando. Es, vallejianamente, uno de esos golpes durísimos de la vida de los que habla el poema. ¿Cómo este hombre ha podido desaparecer, ausentarse de entre nosotros y dejarnos con esta laceración, con esta pesadumbre? ¿Cómo es que ha muerto este chamán insondable, este artista portentoso?

Supe de su fallecimiento en la ciudad de Guanajuato, mientras conversaba con mi gran amigo Carlos Ulises Mata en el Jardín de la Unión. Mi hermana Andrea me llamó por teléfono para darme la noticia. Me quedé azorado, herido por las dos palabras: “Murió Toledo.” Carlos Ulises Mata estaba tan impresionado como yo, al igual que mi camarada Napoleón Estrada, de quien recibí el primer mensaje de condolencia, que le respondí en términos parecidos, con palabras de inmenso pesar por todos, por ese nosotros que formamos la multitud de los admiradores de ese pintor y mago. Otro amigo me hizo saber lo que quizá muchos de nosotros pensábamos oscuramente o creíamos en nuestro fuero interno: que Toledo era inmortal.

Pero no nada más lo admirábamos. Era alguien que sentíamos y sabíamos cerca; era una especie de faro, de señal continua y fecunda en los horizontes mexicanos que, como dice Quevedo en un poema, enmendaba o fecundaba nuestros asuntos, nuestra vida y nuestra percepción. Así lo sentía yo, cercano, entrañable, y así lo formulaba, aunque no con estas mismas palabras, sino con una suerte de convicción emotiva más allá del discurso, más allá de las frases; esa convicción decía así: “Mientras Francisco Toledo siga, mientras Toledo sueñe y haga lo que hace, mientras Toledo imagine y trabaje, algo en el fondo de este país tendrá valor y luz, una energía grande que sale de Oaxaca y nos toca, nos da ánimos, nos sorprende con formas y organismos de pasmo y maravilla.”

En la noche de ese 5 de septiembre hablé con mi esposa, Verónica. Nos dimos el pésame con verdadera congoja, con una tristeza honda. Habíamos ido juntos a ver Toledo ve, su exposición en el Museo de Culturas Populares y salimos de allí emocionados, auténticamente llenos de ideas, empapados de imágenes favorables. Era, es una exposición inolvidable y ahora por un triste motivo. Volví un par de veces, con amigos diferentes, a ver la exposición, que ahora ha adquirido la condición de “última” de Toledo.

Francisco Toledo no era inmortal. Era un hombre arrebatado, increíblemente lúcido, con una cabeza poblada por ideas y visiones, desbordante de invenciones. Una vez lo llamé “chamán de la tribu mexicana”; en mi perspectiva, hay otros dos chamanes de esa comunidad hirsuta y atormentada: Juan Rulfo, José Gorostiza.

Muerto Francisco Toledo, el país desgarrado y sombrío pierde una hoguera resplandeciente. Seguiremos como podamos, con un sentimiento de pérdida y un dolor continuo en el pecho y en la mente. Lo quisimos, lo admiramos. Eso también seguirá.

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