Hay un plan de lectura, a medias voluntario, propiciado por el confinamiento. Digo “a medias voluntario” porque la costumbre de leer se parece a un instinto: el trato con las páginas impresas resulta semejante a nuestras relaciones con el oxígeno o con la comida; de ahí que no planee uno mucho en ese terreno, apenas lo indispensable. Así, al lado de las voluminosas, dilatadas, mastodónticas novelas del siglo XIX de esta temporada, he puesto, sin querer queriendo, una pequeña colección de libros de cuentos.

La diferencia del tiempo de lectura es evidente: un cuento se lee en una porción de tiempo (la fracción de una tarde, digamos) mientras que una novela puede consumir semanas o aun meses. Eso, en términos de los alcances intelectuales o estéticos de las experiencias lectoras, significa realmente muy poco: la amistad de Chéjov no es inferior a la frecuentación de Victor Hugo. Pero desde luego no es lo mismo leer una pieza de un género o de otro; explicar esa diferencia me llevaría lejos del espacio de esta columna; baste decir que los cuentos han pasado a ocupar una primera línea en mis lecturas de estos meses. Es así, me parece, por los extraños ciclos del gusto.

No sé dónde leí que el gusto propio, personal, intransferible, revela una zona profunda de nuestra existencia, de nuestro ser, de nuestra identidad; es una idea opuesta a la que describe nuestros gustos como un fenómeno superficial e indigno de atención o consideración seria; en las hondonadas que se oponen a tales superficies hay alguna (incomprobable) sublimidad del espíritu. Esa dicotomía es falsa, en mi opinión; el asunto es mucho más complejo.

Lo cierto, en mi caso, como en el de una multitud de personas, es que siempre me ha gustado leer cuentos. La sola palabra “cuento” me remite a la infancia; no nada más a una zona de clasificación de géneros literarios. La razón: la revista de Edmundo Valadés que durante largos años le dedicó al género sus desvelos como lector y editor de narraciones breves. El título de su publicación era de una sencillez ejemplar: El Cuento, pero en el subtítulo se abría todo un mundo: “revista de imaginación”. Valadés, buen cuentista él mismo, anda por ahí, siempre cerca, en mi memoria y en mis pensamientos, cuando estoy ante algún cuento leído, releído, a punto de leer.

Una de las autoridades en la escritura y lectura de cuentos escribió esto que tengo presente siempre como una nuez de sabiduría literaria: “El cuento es anterior a la novela. Va de la mano con el poema y la parábola de los libros sapienciales. Nació en la oscuridad de la caverna y del templo, entre plegarias y salmodias. Intenta mostrar lo inexplicable. De ahí su misterio.”

Los cuentos son, para mí, una de esas presencias ineludibles en el mundo— y no nada más en la literatura—, hechas de palabras, de sentido, de misterios y de estímulos incesantes para la imaginación, “la loca de la casa”.

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