El hombre estaba de visita en Berlín , probablemente de paso hacia Moscú o en viaje de regreso a su natal América. Un amigo suyo, pintor mexicano, dejó en un lienzo un testimonio de la capital de Alemania en esos mismos días de la posguerra: el paisaje de una desolación y una grisura que no parecen de este mundo. En Berlín, devastado, se extendía, alrededor de la muda corriente del Spree, la imagen de la Tierra Yerma que ya había quedado en las letras de un tremendo poema de 1922, publicado en los Estados Unidos por T. S. Eliot, su autor.

Escribió aquel hombre: “Fue en Berlín, en invierno.” ¿Qué fue, qué le sucedió a ese individuo viajero? Vio unos caballos. Nada más; nada menos. Diez caballos de un circo, “conducidos por un hombre”; los animales “salieron a la niebla”. “Apenas ondulaban al salir, como el fuego”, escribió el hombre con un estremecimiento. Le parecieron dioses “de largas patas puras”; sus crines eran “parecidas al sueño de la sal”. Los describe con amor, con asombro, pausadamente. Olvidaría luego “aquel Berlín oscuro”, la ciudad atormentada; pero no “la luz de los caballos”.

A estas alturas, más de cuatro lectores ya adivinaron la identidad del viajero; quizá también la de su amigo mexicano, el autor de ese cuadro sombrío de la destrucción, del arrasamiento de una ciudad. Neruda, Pablo Neruda fue el testigo de aquellos caballos milagrosos en el invierno europeo ; Diego Rivera era su amigo mexicano, también de paso en aquella metrópoli desgarrada. El cuadro berlinés de Rivera fue objeto de una extraordinaria exposición que vi en Guadalajara: solamente se exhibía esa obra, y era más que suficiente.

El poema “Caballos”, del que he citado unas cuantas palabras, es parte de mi libro favorito de Neruda: el extravagante Estravagario, de 1958; atesoro un ejemplar de la primera edición, con las ilustraciones de un extraño libro mexicano y un grabado de Posada.

Sé que los poemas de Pablo Neruda y él mismo están atravesando por una especie de purgatorio del que nadie sabe hacia dónde saldrán: si al infierno del completo olvido o al limbo de las lecturas minoritarias, evocadoras de un libro de Ray Bradbury sobre las hogueras en las que arden los libros. (El título de la novela de Bradbury es la temperatura a la que arde el papel: Farenheit 451.) Estoy al tanto, también, de que con Diego Rivera está ocurriendo una especie de extraña marginación, efecto indirecto de la elevación de Frida Kalho a los altares de la devoción secular.

¿De qué conversarán los amigos, el chileno y el mexicano, en el más allá? ¿O simplemente se quedarán callados, azorados ante el espectáculo de lo que ahora ocurre entre nosotros? Lo que sucede es que el destino de sus obras es ahora tan incierto como nunca antes; es muy fácil comprobarlo.

Lo diré lleno de tristeza pero no de resignación: las condiciones para que el arte y la literatura desparezcan son ahora más espeluznantes que nunca.

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