Creo que no hace falta saber gran cosa de etimologías para examinar la palabra “cosmopolitismo”. Tiene dos partes principales: “cosmos” y “polis”, engarzadas en una sola; el sufijo -ismo, con el que remata el vocablo, significa “doctrina, escuela o movimiento”. Una de sus derivaciones es la idea de que el cosmopolita es un “ciudadano del mundo”; otra, un poco infamante, es que esos ciudadanos se sienten por encima de los demás, a quienes miran como si estuvieran confinados, apocados, en su rincón provinciano. Los individuos cosmopolitas de esa clase son arrogantes y desdeñosos. Pero los que no son así y se ven a sí mismos como ciudadanos del mundo, llevan en el corazón un sentimiento fraternal, solidario: en Estambul, en Tlayacapan o en Ulan Bator se consideran entre hermanos.

Hay otro cosmopolitismo, que cuesta un poco de trabajo entender, porque se aparta del sentido que comúnmente se atribuye a la palabra y a la idea (o serie de ideas) que la acompaña. Tiene que ver con la resplandeciente ciudad de la Grecia clásica: Atenas. Los atenienses tenían un sentimiento tan señalado de la vida de la ciudad, de la polis, que Atenas les bastaba para una vida plena: identificaban a su ciudad con el cosmos, con el universo. Vivir en Atenas era vivir en el mundo, autosuficientes y complacidos con la riqueza de una convivencia y una cultura en estado de plenitud. (Paso por alto en esta visión, naturalmente, lo que Marx, entre otros, señalaron acerca de Grecia y Roma y que no hay que olvidar: su grandeza descansaba sobre el oprobio vergonzoso de la esclavitud de muchedumbres.) El cosmopolita ateniense no necesitaba salir de la ciudad para sentirse ciudadano del mundo: Atenas era el mundo y lo que había afuera no valía la pena.

No sé si este último sentido de “cosmopolita” y “cosmopolitismo” tiene que ver con el nacionalismo que aqueja a países enteros y los mantiene, por medio de la desfiguración de la historia —como señaló Paul Valéry—, soñolientos y embriagados, llenos de falsos recuerdos, sintiendo todo el tiempo los reflejos a punto, con las viejas llagas abiertas, atormentados en el reposo y delirantes. Eso, dice el gran poeta francés, “vuelve a las naciones amargas, soberbias y vanas”. Allí se cocina el plato envenenado del excepcionalismo nacional, del nacionalismo, del patrioterismo. De ahí viene el extraño orgullo que les da a los mexicanos, por ejemplo, saber que en un concurso internacional de himnos el nuestro quedó en segundo lugar después de La Marsellesa, o el hecho de que el padre de Mussolini le puso a su hijo como le puso debido a la admiración que sentía por el Benemérito de las Américas. Nadie sabe cuándo y dónde tuvo lugar aquel concurso; las admiraciones del señor Mussolini y el bautizo de su hijo más bien deberían darnos pena, creo; no es así, como se sabe, por desgracia.

La fraternidad nada tiene que ver con esos pequeños y envenenados delirios.

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