El pasado miércoles 8 de junio, Daniel Goldin dio una charla en el plantel Centro Histórico de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). El acto fue organizado por el Seminario de Pensamiento Contemporáneo a cargo de Napoleón Estrada, que hizo la presentación y llevó parte del diálogo. La charla proponía un enunciado paradójico a modo de título: “Silencio sonoro”, recuerdo diáfano del oxímoron de San Juan de la Cruz en sus estrofas místicas: “música callada”.

Bajo la doble tutela de Harpócrates y Santa Cecilia, del silencio y la música, Goldin expuso una serie de ideas en torno al arte de escuchar. Un arte tradicionalmente descuidado, que contemplamos al sesgo, acostumbrados más bien, como lo estamos, al estruendo y la algarabía. Quien ha aprendido a escuchar ha dado un paso rumbo a las profundidades peor entendidas de la civilización y la cultura.

Es curioso que un editor y bibliotecario como Daniel Goldin haga el elogio apasionado de este arte y apele a una figura como la del poeta Javier Sicilia, cuya virtud principal, desde la tragedia que sufrió en el 2011 —la muerte inicua de su hijo Juan Francisco—, ha consistido en saber escuchar a los demás, a sus semejantes en un trance parecido al suyo. No se propuso darles una salida o proponer una solución; su afán consistía únicamente en abrir el espíritu y la mente a las palabras desgarradas de los otros y en acogerlas con el mayor respeto.

En los libros que hacen los editores y en los libros innumerables que atesoran los bibliotecarios, hay otra clase de silencio atento: el de los autores que —como sor Juana Inés de la Cruz— nos dicen a cada uno de nosotros “óyeme con los ojos”. Es una especie de secuela de esa experiencia de la que habla Francisco de Quevedo en un soneto famoso: la conversación que establece con los muertos ilustres (“grandes almas”) a través de los paginarios que nos han dejado; Quevedo dice “escucho con mis ojos”, extraordinaria metáfora de la lectura en silencio, emparentada con la escucha del “silencio sonoro” que le interesa a Goldin.

Goldin explicó el llamado “efecto tambor”: la irrupción en una reunión de un individuo que toca un tambor ensordecedor. Me recordó el “megáfono descerebrado” de George Saunders: el discurso estridente de un monologante que silencia los diálogos del entorno para que solamente se escuche su voz; naturalmente, él no escucha a nadie y todos lo escuchan a él. No importa el tamaño de la molestia; pasa muy poco tiempo antes de que en la reunión se comience a hablar del tambor o del tipo del megáfono. Lo contrario de la convivencia civilizada, negación de cualquier sentido positivo de la actividad política.

Diré lo que sobre todo me conmovió de la presencia y la voz de Daniel Goldin en la UACM. La invitación de la UACM fue una especie de callado y elocuente desagravio. Napoleón Estrada llamó a Goldin una persona “imprescindible de nuestra cultura”. Lo es.

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