Desde hace tiempo el debate constitucional discute si los ejecutivos, acotados temporalmente en su mandato, ven debilitadas sus atribuciones en el ocaso de su poder, o si las mantienen inalteradas hasta el último minuto de su encargo, aunque ello suponga impulsar decisiones que impactarán a los gobiernos entrantes.

¿Qué es entonces lo que mueve al presidente a proponer una veintena de reformas, a escasos 8 meses de concluir su periodo de gobierno?

No hay duda de que lo primero que lo mueve es su disgusto con la Constitución. Y es que el no acudir a la conmemoración de su 107 aniversario en Querétaro refrenda su añeja posición política de mandar al diablo a sus instituciones, y patentiza su profunda animadversión hacia una Constitución que no siente como propia, cuyo diseño le ha arrebatado importantes parcelas de poder y le ha impuesto los controles judiciales necesarios para detener cualquier exabrupto autoritario.

Lo mueve también una motivación electoral. Recordemos que, a petición de su movimiento, desde 2007 la Constitución ha buscado acotar la acción electoral de los presidentes, neutralizándolos para que no puedan intervenir indebidamente en los comicios. 17 años después, y ya en el poder, el presidente busca librarse de esa camisa de fuerza, proponiendo reformas que le permitirán estar permanentemente en la palestra electoral apuntalando una narrativa que busca hacer sucumbir al Poder Judicial, recortar el pluralismo político y desterrar a los órganos constitucionales autónomos. Sabe bien que con la composición actual del Congreso de la Unión y las legislaturas locales es prácticamente imposible que sus iniciativas fructifiquen, pero quiere ser él quien tenga la llave para fijar los extremos de la agenda electoral desde sus conferencias mañaneras.

Pero su motivación es también política, porque ante los visos de fragmentación que ya se advierten en Morena, y los riesgos de escisiones más severas cuando él ya no esté, busca situar en el horizonte un elemento cohesionador que tenga la fuerza de llamar a sus militantes a unirse solidariamente a la realización de un proyecto político de largo aliento, y que tenga el arrastre para convocar a sus simpatizantes a abarrotar las urnas en apoyo a la causa.

Precisamente por ello, hay también un impulso transexenal en sus iniciativas, porque más allá de hacerse a un lado para que quien lo reemplace pueda confeccionar una agenda política propia, busca heredar un testamento político con mandatos articulados en banderas de campaña, para que, convertidos en agenda legislativa, las legislaturas entrantes se apresten a aprobarlos unánimemente, transformándose en una pesada agenda de gobierno 2024-2030, cuya implementación recaerá necesariamente en la próxima mandataria.

En este contexto, no debe causar asombro que probablemente la principal motivación del presidente sea su deseo de apropiarse de la Constitución, dejando implantada una maquinaria política que con el tiempo termine por imponer el ideario político legado por él, así como su propia visión de país.

La ruta no le es desconocida. El presidente sabe bien que este fue el camino que le permitió al PRI mantenerse 70 años en el poder, apoyado en una superestructura política que sintiéndose llamada a concretar los ideales revolucionarios, utilizó todos los recursos a su alcance, los del gobierno incluidos, para afirmarse electoralmente y obtener mayorías calificadas que le permitieron tener el control absoluto de la Constitución. Es verdad que a través de reformas se promovió la creación de los órganos constitucionales autónomos y se afianzó al Poder Judicial de la Federación, pero se hizo de tal manera que sus votos legislativos aseguraran siempre que la integración de dichas instituciones les fuera favorable, a pesar del sistema de cuotas al que accedieron los partidos de oposición.

Es evidente que el presidente ya no se conforma con haber desmontado las reformas constitucionales “neoliberales” del Pacto por México, y echado a andar sus propias políticas educativas o eléctricas. Busca, más bien, imponer su propia visión de la Constitución y heredarla para que se convierta en el faro que guíe las siguientes etapas de la transformación nacional, encumbrándose así en el referente moral e histórico de un movimiento político convertido en norma constitucional vigente, a la que todos deban supeditarse.

Por relevantes que sean, no son simples reformas desarticuladas las que tenemos frente a nosotros. Más bien estamos en presencia de una hoja de ruta, que tal y como pasó en 1929, y que nos costó 70 años desterrar, vuelve a ponerse ante nuestros ojos buscando el mismo objetivo: apropiarse de la Constitución para fundar una nueva hegemonía política con vocación de permanencia transexenal.

Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. @cesarastudillor

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