Cada vez que un huracán y las lluvias arrasan con todo, escuchamos frases acerca de su inevitabilidad.

El año 2020 con pandemia y huracanes parece apocalíptico para el sureste mexicano y para Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Nos interpela a todos.

Los desastres son inevitables, pero los daños que estos causan pueden minimizarse.

Ha sido tremenda la devastación causada por los huracanes Eta e Iota en Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua: destrucción de viviendas, pérdida de animales, arrasamiento de cosechas, aislamiento de damnificados que no pueden ser rescatados, cortes de electricidad, comunicaciones terrestres interrumpidas.

Sin embargo, más allá de las muertes y los daños materiales, subyacen al menos cinco hechos que agudizan la tragedia y que responden a abusos de poder, negligencia, corrupción e impunidad:

1) Un modelo económico que explota y depreda los bienes naturales: el suelo, el subsuelo, los cuerpos de agua y el aire mismo. Agravan la situación el uso de combustibles fósiles y la ausencia de una estrategia contra el cambio climático que conduzca al uso de energías renovables agravan la situación;

2) La deforestación y las plantaciones incontroladas hacen de los valles áreas de extrema peligrosidad en el caso de lluvias y grandes avenidas de los ríos, cuyos bordos se encuentran degradados;

3) Las personas defensoras del territorio, del medio ambiente y de los derechos humanos viven en un entorno de violencia y desprotección;

4) La falta de planes de protección civil o de su aplicación, porque había un presupuesto para ello y fue eliminado o desviado para otro propósito. No están coordinadas las medidas de apoyo a la población;

5) Los afectados son, como siempre, los más pobres: campesinos e indígenas. Las élites políticas y económicas miran desde las alturas y desde la distancia a sus compatriotas desprotegidos, en una muestra más de indiferencia e irresponsabilidad.

La emergencia no termina con la lluvia. Honduras, un país con tantas precariedades, está gravemente herido por la pandemia, pero sobre todo por la corrupción endémica y la inoperancia de su gobierno. El agua se ha llevado mucho más que las casas, se ha llevado por delante a un país golpeado y maltratado por amplios segmentos de la clase política y empresarial. El desamparo en que se encuentran los damnificados dejará una cicatriz dolorosa por mucho tiempo, secuelas psicológicas que deben de ser atendidas, en un país donde el sistema de salud está colapsado desde antes del COVID-19.

La esperanza de Honduras es su gente, que se ha volcado en solidaridad, ha realizado ayuda humanitaria, como ocurrió con el huracán Mitch en 1998.

Ante gobiernos que evidencian su desinterés en el pueblo, es el mismo pueblo el que hace todo por los que están peores condiciones. Los centros de acopio organizados por sociedad civil se están llenando, instancias estudiantiles y comerciales están apoyando.

Vaya desde aquí un abrazo solidario al pueblo hondureño.

PD. Este recuento fue redactado con base en los informes elaborados por la Fundación Educativa Fe y Alegría en Honduras. Cualquier coincidencia con hechos en otros países no lo es.

Profesor asociado en el CIDE.
@Carlos_Tampico

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