En 1862, días antes de la celebérrima victoria poblana sobre los franchutes, el periódico The Pantagraph, de Illinois, felicitó despectivamente a los fotógrafos por la “manía de la fotografía”. En enero de 1881, The Sacramento Bee, periódico californiano, aseguraba que la indecencia había llegado a niveles insospechados cuando las mujeres empezaron a posar para las cámaras. Empero, explicaba, cierta vanidad es permisible en las mujeres, pero nada más despreciable que un hombre vanidoso posando. “Existe tal hombre”, aseguraba el periódico, como si de algo descollante se tratara, “su nombre es Oscar Wilde”. Alguien tan “bobo como este Wilde”, sentenciaba el periódico, “nunca será algo más que un petimetre que no vale nada”. Desde luego tuvieron razón los periodistas del Sacramento Bee, siempre que por “petimetre que no vale nada” entendieran pilar de la cultura occidental.

Si bien las declaraciones en contra de quienes se tomaban fotos desaparecieron luego de unos años, en 1927, el Wisconsin State Journal aseguró que cuando los teléfonos fueran capaces de tomar fotos la privacidad desaparecería. El autor de la nota estaría muy sorprendido de ver que hoy, en 2022, todavía hay muchos secretos bien guardados.

En 1895, el Chattanooga Daily Times reportó que los doctores ingleses acababan de encontrar una nueva enfermedad, ‘cara de bicicleta’. Entre los síntomas se enlistaba ansiedad, piel pálida y aspecto muy cansado, debidos a la presión extrema en el sistema nervioso que supone mantener el balance sobre una bicicleta. Quienes sufren de ‘cara de bicicleta’, advertían, es probable que no sientan nada hasta que estén al borde del colapso.

Un año después, The Philadelphia Times arremetía contra la diabólica bicicleta, no por causar enfermedades sino por hacer que la audiencia de la iglesia se redujera considerablemente. El autor lamentaba que la bicicleta permitía que los herejes indispuestos a ir a misa se divirtieran en los “campos y colinas verdes de Nuestro Señor”.

En 1896, The Boston Globe reportó que profesores de música londinenses se quejaban de que su profesión estaba en peligro, porque todos los alumnos estaban “yéndose con los profesores de bicicleta”. Afortunadamente la música resistió el duro embate de las malvadas bicicletas, y ahora conviven en armonía en personas que escuchan canciones a diario mientras pedalean una bici.

La bicicleta no es el único utensilio que ha sido objeto de polémica. En 1912, un periodista se quejó amargamente en el Chicago Tribune de los múltiples accidentes causados por “el uso del fascinante pequeño espejo de mano”. Pero el espejo solo fue acusado de causar accidentes entre los vanidosos. En 1922, el Lincoln Journal Star decía en un titular que “El jazz es culpado por falta de fuerza laboral en las granjas”, y cuatro años después Los Angeles Times imprimió que “El jazz es culpado de asesinato”, convirtiendo a Louis Armstrong en un problema de política económica y seguridad pública. Hoy, al menos -con el perdón de dios santísimo nuestro señor santo padre de todos los cielos e infiernos habidos y por haber-, los ateos podemos escuchar tranquilos a Bad Bunny, sin temer que nos acusen de la última balacera iniciada por el narco.

Los lectores, por supuesto, no están exentos de perversión diabólica. En 1863, The Weekly Marysville Tribune, de Ohio, advertía sobre los peligros de demasiada lectura, pues, aseguraba, “ningún hombre se ha vuelto más capaz por leer mucho”, lo cual demuestra que el autor de dicha línea no había leído (ya no digamos mucho).

En 1900, The San Francisco Call citó a un detective, encargado de resolver un crimen, asegurando que la mente del delincuente está “desequilibrada por la lectura de novelas de puesto de periódicos y literatura basura”. Algo estamos haciendo mal si no podemos quejarnos de que nuestros conciudadanos leen muchas novelas del puesto de periódico.

Ese mismo año, The Kansas State Register informó sobre la alarmante situación en la comunidad: “Los niños leen demasiado”. Para solucionar tan acuciante problema, el periódico ordenó que “los padres deben poner mucho cuidado en que sus hijos no lean demasiado”. ¿Sorprendidos? Yo imagino a alguna Moniquita afirmando lo mismo en pleno siglo veintiuno.

En 1910, una nota en The Marion Daily Mirror, firmada por Dorothy Dix, aseguraba que las novelas representan un riesgo para la moral, y por eso “establecer bibliotecas públicas gratuitas es una amenaza para el bienestar del país tanto como lo sería abrir tabernas gratuitas o salones de opio”. Así que ya saben, estimados, para pacificar el país basta con cerrar ese cáncer llamado bibliotecas públicas. El texto concluye explicando que leer novelas en exceso es la causa de nueve décimos de los divorcios (nótese la precisión del indicador), pues las “esposas ociosas”, asegura Dix, no tienen nada qué hacer, “excepto devorar novela tras novela. Sus días transcurren en una atmósfera de pasión y romance de alta intensidad, así que cuando se ven obligadas a volver a la realidad todo alrededor les parece mediocre y litri, especialmente sus maridos”. Ojalá -y que me perdone la señora Dix allá en su santísima tumba- haya más personas asombradas con la mediocridad de su marido luego de leer una novela.

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