Escribo antes de saber el resultado contra Cualquier Arabia Saudita. Es decir, antes de que todo siga igual.

Entre los comentaristas las batallas de filisteos son acérrimas: si la culpa la tiene el jugador, si la culpa es del técnico. Paneles (más bien panales) de expertos sandios donde diario restriegan los mismos granos fútiles: ¿saldrán con un cuatro-tres-tres, un cinco-dos-tres o un veinticuatro/siete? ¿Ayolón será titular de nuestra ineptitud o sustituto de nuestros deseos? ¿Sarertnoc jugará como volante del desasosiego o como portero de tristezas? ¿Por qué no trajo al jardinero del estadio lejano -siempre más verde- ese Nicolás que hubiera asumido la mentira? Afloran los ardides nacionalistas: boxeadores que amenazan a futbolistas porque el mundo (aunque usted no lo crea) se soluciona con nudillos afilados, y los que prefieren la miseria de la historia con pasaporte mexicano que con uno kazajo. Porque esto, señores, es un circo, con cuerdas y saltitos y hasta poetas (los malos partidos son “dantescos” (¿será el fracaso de Italia en la clasificación un castigo del genio italiano?).

Los todólogos, en la subespecie intelectualoide, también tienen un numerito. En el mejor de los casos para repetir que este evento humano también es un libro esperando ser escrito. En medio (más arriba) los flébiles novelistas haciéndonos el enormísimo favor de bajar del pedestal en que su cuna divina los ha puesto, para revelarnos, con la publicación en vivo de su correspondencia, que ellos, también (de verdad, aunque usted no lo crea) son mortales apasionados igual de garrulos (y reitero, de verdad, aunque no lo crea, apreciabilísimo lector) que usted. En medio (más abajo) los serios analistas: el país anfitrión es una dictadura, la pelota rueda sobre campos regados con sangre, los fanáticos se sientan en gradas erigidas con huesos torturados y otras lecciones moralistas que reposan en la dicotomía allá los malos, acá, nosotros, los buenos, que solo pecamos de hipocresía. Pero si nos sabemos hipócritas entonces ya no lo somos, o un poquito menos, así que, bueno, sí, también ellos verán el partido todo empapado en sangre. Más abajo los reaccionarios: “qué tiempos aquellos en que la selección salía a jugar” (lo glorioso vive en el pasado, siempre). Más abajo (bien abajo) los escritores que en el mes mundialista se metamorfosean en matemáticos y proponen una nueva ecuación: sociedad igual a selección nacional. Prenden el carbón y ponen todo el azufre al asador: “la selección, como nuestro país, está a la deriva”, “¿qué podíamos esperar de la selección de un país de tercer mundo?” (porque, claro, los brasileños viven igual que los finlandeses y Canadá tiene cuatro copas del mundo).

Grupo aparte las pobres madres, tías, abuelas, primas, hermanas, padres, tíos, primos, abuelos, hermanos a los que los deportes les importan un comino, pero nadie alrededor los deja en paz. La novia acaba con una playera del tri que le aprieta y la mamá -en un acto de amor supremo- festeja como nunca el gol, solo para que su hijo, molesto y ahora apenado, la corrija: “No, mamá, anotó Argentina, nosotros somos los de verde”. Sí, son cisnes entre patos; para ustedes, mi más sentido pésame.

Otra cosa las madres, tías, abuelas, primas, hermanas, padres, tíos, primos, abuelos, hermanos bloferos a los que solo les interesa el futbol en época mundialista. Aumentan la euforia, y hacen pensar que patear una pelota es más de lo que es.

Y otra cosa las madres, tías, abuelas, primas, hermanas, padres, tíos, primos, abuelos, hermanos que solo están dispuestos a ver un partido de la selección si llega a cuartos de final, como si la selección le debiera algo a sus majestades y el futbol no fuera más que un entretenimiento banal.

También existen, en algún lugar, aquellos para los que el futbol no existe, ni como mero recuerdo obligado por su círculo social. Ustedes, admirados desconocidos, son mis lectores ideales. Este texto, sépanlo, es de ficción.

Los que más me divierten son los amantes de otros deportes que aborrecen el balompié. Viven una contienda revolucionaria. En su lucha por cambiar conciencias nos dan cuenta de todas las preseas que México ostenta en esos otros deportes (particularmente en los de su preferencia). Su candidez los lleva a las profundidades de las hemerotecas para presumirnos que la selección sub-10 de béisbol ganó el campeonato panamericano. Son igual de deleznables que cualquier otro contrapoder: no les molesta la adoración al becerro de oro, sino que el becerrito que adulamos no es el suyo.

Si ganamos (y pasamos a octavos) nos sentiremos campeones del mundo, por un periodo que irá desde que presentimos la certeza del triunfo hasta la previa del siguiente partido. El técnico dirá que hicieron las cosas bien pero no hay que confiarse y a trabajar en el siguiente partido. El capitán greñudo concluirá que fue un partido complicado pero se obtuvo el resultado y a pensar en el siguiente partido. Los opinólogos dirán que el técnico no era tan malo como lo pintaban, que sí que sabe lo que hace, volverán a iluminarnos con su sabiduría: hay que cambiar las cosas de raíz, de otra manera manera seguiremos en las mismas. Habrá un pretexto más para empedar el fin de semana (como si faltaran), para comprar cosas innecesarias el fin de semana (como si faltaran), se venderán unas cuántas playeras más en sobreprecio, y la ilusión durará hasta que los goles de la potencia futbolística que nos toque enfrentar pongan nuestras ambiciones de regreso en el estadio del letargo antes de que el silbato arbitral lo oficialice. El entrenador dirá que está frustrado con el resultado y que él es el responsable (¡notición!). El capitán suscribirá la frustración, pero sugerirá que rescatemos lo bueno de este ‘proceso’ (¿alguien sabe qué significa esa palabra?), cara en alto y a mirar hacia adelante (gran poeta y mejor guía espiritual). El técnico no habrá sido ni tan bueno ni tan malo, solo una mezcla de todo lo contrario y la medianía del olvido que lo arropará cuando confirme, unos minutos después en la comparecencia ante seudoperiodistas, que deja el puesto. Los jugadores, como nosotros, ni tan buenos ni tan malos, regresarán a sus clubes, nosotros a nuestras navidades.

Si perdemos o empatamos, o si ganamos pero no pasamos a octavos, también nos sentiremos campeones del mundo, por un periodo (más reducido, cierto, pero más concentrado) que irá desde el momento en que vimos la posibilidad de cristalizar todos los goles que necesitábamos hasta que los goles árabes o el silbato arbitral abrasen la emoción. El entrenador dirá que está frustrado con el resultado y que él es el responsable (¡notición!). El capitán suscribirá la frustración, pero sugerirá que rescatemos lo bueno de este ‘proceso’ (¿alguien sabe qué significa esa palabra?), cara en alto y a mirar hacia adelante (gran poeta y mejor guía espiritual). Los opinólogos dirán que el técnico es el peor de la historia, que se veía venir, la selección no juagaba a nada hace meses, era cuestión de tiempo para que se consumara la tragedia, cómo es posible que nadie en la federación se dio cuenta, y volverán a iluminarnos con su sabiduría: hay que cambiar las cosas de raíz, de otra manera seguiremos en las mismas. Habrá un pretexto más para empedar el fin de semana (como si faltaran), para comprar cosas innecesarias el fin de semana (como si faltaran), se venderán unas cuántas playeras menos en sobreprecio, y la desilusión durará hasta que la luz roja de nuestros martirios cotidianos anuncie el siguiente turno. El técnico no habrá sido ni tan bueno ni tan malo, solo una mezcla de todo lo contrario y la medianía del olvido que lo arropará cuando confirme, unos minutos después en la comparecencia ante seudoperiodistas, que deja el puesto. Los jugadores, como nosotros, ni tan buenos ni tan malos, regresarán a sus clubes, nosotros a nuestras navidades.

Tal vez no importe que no sepa el resultado del partido, que este mundial pase, este texto envejezca y -dios quiera, dios mediante- México sea campeón del mundo. Porque yo escribo antes de todo eso, es decir, antes de que todo siga igual.

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