Cuando se escriba la historia de la Administración Trump (espero más temprano que tarde), el caos y la confrontación de la semana pasada en la plaza Lafayette, frente a la Casa Blanca, será uno de sus momentos palmarios. Estados Unidos ha perdido ya a 105,000 personas por el COVID-19; poco más de 40 millones están desempleados con la economía en caída libre. De costa a costa, las ciudades se han convertido en zonas de protesta y confrontación, en un amplísimo espasmo de dolor y rabia por la violencia policiaca contra minorías de color que no cesa. El país no había sido sacudido por tantas crisis políticas, económicas y sociales simultáneas y graves desde la guerra de Vietnam. ¿Y qué hace el presidente mientras todo esto ocurre? Tuitea, básicamente, cuando no anda de pirómano.

Después de un fin de semana de protestas en la emblemática plaza -sitio histórico y tradicional de manifestación y disenso- que propiciaron que su equipo lo trasladara brevemente al búnker debajo de la Casa Blanca, el presidente Donald Trump llegó el lunes 1 de junio a la Oficina Oval cilindrado por las imágenes de televisión y cabreado de que se pensara que él se había escondido. Su reacción inmediata esa mañana fue querer mandar al ejército a las ciudades, recurriendo al Acta de Insurrección de 1807, una idea que primero provocó una acalorada discusión entre sus asesores y luego con varios gobernadores que se opusieron al despliegue de tropas en sus estados para confrontar a los manifestantes.

Pero al final del día, inducido por su hija, se le ocurrió una forma “más personal” y electoreramente redituable de demostrar dureza: cruzaría a pie la plaza Lafayette hacia una iglesia que había sufrido daños la noche anterior por un grupo de vándalos infiltrados en la manifestación. El único inconveniente era que para ello habría que expandir el perímetro de seguridad alrededor de la Casa Blanca. Mientras se preparaba para ir hacia la iglesia, Trump primero se autoproclamó ante las cámaras en los jardines de la casa presidencial como el “presidente de la ley y el orden” (al igual que Richard Nixon en su campaña de 1968 durante otro momento de convulsión social y política), a la par de que el procurador general William Barr daba la orden de sacar a los manifestantes que todavía estaban protestando en el extremo norte de la plaza. Lo que le siguió para que el presidente pudiese caminar doscientos metros para tomarse su foto fue un estallido de violencia como no se había visto a la sombra de la Casa Blanca en generaciones.

La clave para entender la decisión de cargar con macanazos y gas pimienta contra manifestantes pacíficos es ver estas imágenes a través de la lente de un “reality show”. Trump quiere que los estadounidenses crean que la Casa Blanca está amenazada por “terroristas” domésticos, incendiarios, matones, saqueadores y asesinos, palabras que ha usado con frecuencia en los últimos días. La estabilidad de la nación está bajo amenaza, afirma, y el bienestar del presidente y de los estadounidenses respetuosos de la ley está amenazado por los extremistas en las calles. Esa es la esencia del mensaje de Trump. Pero para un hombre forjado por la televisión, requería el complemento de un telón de fondo visual. De ahí la puesta en escena de la opera bufa que todos atestiguamos el lunes pasado: su discurso a la par del desalojo de la plaza con lujo de fuerza, para luego ir a posar frente a la iglesia, tomar una biblia en mano, levantarla y pontificar ante los medios repitiendo sin ton ni son, “es un biblia”. Los cuestionamientos y las críticas al mandatario por el uso político de las fuerzas armadas no se dejaron esperar, particularmente de militares en retiro como cuatro ex jefes del estado mayor conjunto e incluso de su propio ex secretario de Defensa, Jim Mattis, a quien Trump le propinó como respuesta su predecible invectiva ad hominem tuitera.

Como habitualmente sucede con Trump, hay un intenso elemento mussolinesco de farsa mezclado con fanfarronada y diatriba. En muchos sentidos, el truco de espejos y humo que se aventó el presidente -y de monumentos emblemáticos de las libertades de los estadounidense y la lucha por la igualdad en ese país rodeados por la Guarda Nacional- no fue más que el alcahueteo tribal con la derecha religiosa y su base de voto duro. Pero planeando sobre este execrable simulacro Potemkin de fuerza bruta, están los números a la baja para Trump en todas las encuestas y el triple cóctel de una pandemia mal gestionada, la peor contracción económica desde la Gran Depresión y la incapacidad para calmar la ira legítima detrás de las manifestaciones en Estados Unidos por el asesinato de otro afroamericano más a manos de la policía.

En medio de los peores disturbios civiles en una generación, una expresión de empatía o una exhortación a la unidad y la calma podrían ayudar a paliar el estado de ánimo nacional. Un presidente normal reconocería el horror de la muerte de George Floyd y todo lo que representa. Sin embargo, incluso estos pasos tan básicos parecen ser completamente ajenos a Trump. Y la noción -propalada por él y por sus sicofantes- de que respeta la protesta pacífica pero se opone a la violencia es ridícula. Cuando no está insinuando que los soldados podrían fusilar a manifestantes, está normalizando a grupos neonazis y supremacistas blancos, como en Charlottesville en 2017, u hostigando a deportistas que protestan la brutalidad policiaca hincándose en una rodilla cuando se entona el himno nacional.

Rara vez en la historia de Estados Unidos un presidente ha sido tan inadecuado ante una coyuntura tan difícil como la actual o tan decisivamente superado por los acontecimientos. En una crisis que exige resolución y competencia, y en momentos en que se necesita empatía desde la Oficina Oval, solo hay un comandante en jefe que se aplatana en su sofá y se dedica a echarle gasolina al fuego vía su teléfono móvil, de paso ofreciéndole a los autócratas del mundo un regalo envuelto y con gran moño rojo por la manera en la cual el líder de una de las principales democracias responde a un país sacudido por el dolor y la rabia. Como afirmó el periodista estadounidense Nick Confessore, “un presidente que arrancó su campaña presidencial prometiendo construir un muro para proteger a los estadounidenses del mundo acabó construyendo uno alrededor suyo para protegerse de los estadounidenses”. Es una metáfora potente, pero también una vergüenza nacional y debiera ser sujeto del oprobio internacional.

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