El siglo XX fue en muchos sentidos un siglo estadounidense. El siglo XXI, sin embargo, muy probablemente dejará de serlo. Y entre estas dos oraciones radica la historia de la transformación del sistema internacional que estamos atestiguando hoy. En esta década, todo es geopolítico. Hay menos cooperación y más competencia y confrontación internacionales. Fueron tres los acontecimientos ocurridos en las últimas dos décadas que aceleraron el cambio geopolítico que se está desarrollando; a decir, la guerra encabezada por Estados Unidos en Irak en 2003, la crisis financiera de 2007-08 y la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Pero fue necesaria una pandemia mundial, la agresión de Rusia contra Ucrania, el potencial de una guerra regional en Medio Oriente y la creciente tensión entre EE.UU y China para que la transición de una era de interconexión y globalización a otra más volátil y fluida se tornase incuestionable.

Las dos grandes potencias globales, EE.UU y China, no tienen hoy rival militar y mantienen una posición privilegiada en la economía global, pero ambas enfrentan nuevos riesgos y futuros inciertos. Estados Unidos se inclina cada vez más, como poseedor de la moneda de reserva mundial, a utilizar el dólar y los sistemas de pago relacionados para sancionar a adversarios y competidores; China está aprovechando la dependencia de buena parte del mundo de sus cadenas de suministro. Y Rusia (que no tiene ni de lejos el poder de China o Estados Unidos, pero que tiene más apetito por el riesgo y la revancha) está recurriendo a la energía para intimidar y coaccionar a sus vecinos y limitar el apoyo global a Ucrania. Para rematar, no existe ningún país u organización multilateral que tenga la capacidad de arbitrar estas tensiones. Pero esta realidad inestable no significa que otros países o agrupaciones regionales estén indefensos, esperando a que se asiente el polvo en torno al vencedor de este pulso geopolítico; esto no es la vieja Guerra Fría, incluso si algunos de los patrones parecen inquietantemente evocadores. Cuando EE.UU y la URSS estuvieron atrapados durante cuatro décadas en lo que George Orwell describió como “una paz que no es paz”, el resto del mundo tenía tres opciones. Los países podían unirse al sistema de alianzas o esfera de influencia de EE.UU, podían unirse al bloque comunista o podían intentar permanecer no alineados.

Hoy el mundo está más conectado que durante la Guerra Fría y el ritmo de los acontecimientos se está acelerando. Mientras Estados Unidos y China coexisten, compiten y se enfrentan entre sí para determinar quién establecerá las reglas geopolíticas, buscarán cortejar o frustrar a un grupo emergente de países para obtener ventaja frente al rival. , me refería a un grupo de naciones pivote que están empezando a operar, basadas en sus propios intereses, como bisagra entre las grandes potencias. La idea de un “Estado pivote”, presente en los análisis teóricos de las relaciones internacionales del historiador británico Paul Kennedy a fines de los noventa, se basó en concepciones acuñadas a principios del siglo XX por el geógrafo Halford Mackinder -otro británico y padre del estudio de la geopolítica como la conocemos hoy- para describir Estados que podrían “determinar no sólo el destino de [sus] regiones sino también afectar el equilibrio y la estabilidad internacionales”.

Mientras que en la política interna estadounidense, cualquiera de los dos partidos políticos puede aspirar a ganar los estados bisagra en el Colegio Electoral que deciden las elecciones presidenciales, en geopolítica, los estados bisagra tienen capacidad para trazar su propio rumbo tema por tema, y pueden decidir el futuro del equilibrio de poder internacional en temas específicos. Son países relativamente estables y muy pragmáticos que tienen sus propias agendas globales independientes de Washington y Beijing, y la voluntad y la capacidad para convertir esas agendas en realidad. Algunos aspiran a un lugar ascendente en el sistema internacional y se están volviendo más asertivos al utilizar sus ventajas económicas para reforzar su posición e influencia. Son más exigentes, flexibles, dinámicos y estratégicos de lo que podrían haber sido -o aspirado a ser- en el siglo XX, cualesquiera que sean sus intereses compartidos con una gran potencia u otra. Y a menudo elegirán el alineamiento múltiple, una estrategia que los convertirá en actores críticos (y a veces impredecibles) en la próxima etapa de globalización del mundo y en la próxima fase de competencia entre grandes potencias.

Geopolíticamente, los Estados bisagra son fundamentales para la economía mundial y el equilibrio de poder, pero no tienen la capacidad por sí solos de controlar o impulsar la agenda global, al menos por ahora. Sin embargo, mientras las tensiones entre Estados Unidos y China sigan empeorando, tendrán margen de maniobra y capacidad para navegar la competencia geopolítica y aprovecharla e influir en ella. Lo saben y están utilizando conscientemente ese nuevo poder para configurar el orden mundial y servir más eficazmente a sus objetivos nacionales. Estas naciones, entre las que se encuentran actores tan disímbolos como India, Alemania, Corea del Sur, Arabia Saudita, Qatar, Brasil, Australia, Indonesia, Sudáfrica o Turquía, se dividen en cuatro subgrupos que a menudo se superponen: países con ventaja competitiva en algún aspecto crítico de las cadenas de suministro globales; países con un atractivo particular -geográfico, tecnológico, regulatorio, de talento humano y mano de obra-  para la relocalización de cadenas de suministro; países con una cantidad desproporcionada de capital y voluntad de desplegarlo en todo el mundo en aras de objetivos estratégicos; y países con economías desarrolladas y líderes con visión y ambición regional y global que persiguen dentro de ciertas limitaciones.

El papel que jugarán estas naciones ante las actuales fallas tectónicas del sistema internacional está aún por verse. El surgimiento de esta nueva geografía de Estados bisagra podría ser una fuente de estabilidad regional en tiempos de incertidumbre. O su nueva prominencia podría aumentar la inestabilidad global al poner en juego más actores y variables. Pero lo que es indiscutible es que con diferentes preferencias y voluntades de cooperación, sobre todo cara a bienes públicos globales, este grupo de naciones se han convertido en interlocutores cada vez más relevantes para abordar los desafíos internacionales que afectan a la comunidad de naciones.

El problema particular que para México encierra esta característica del nuevo tablero internacional es que nuestro país simplemente no figura, ni se le menciona, como una nación bisagra. Si bien claramente cae en el selecto subgrupo de naciones que podrían palomear dos de los cuatro subgrupos de naciones bisagra descritos arriba (tanto por su posición geográfica como por su capital humano y mano de obra así como atractivo para la relocalización de inversiones y de capacidad productiva), nuestro país lleva más de cinco años nadando de muertito en el sistema internacional, sin rumbo, con una reputación y credibilidad hechas girones. Para usar una metáfora del deporte que tanto le gusta a López Obrador, México, a lo largo de sus ya más de cinco años de gestión, hoy no cacha, ni picha ni deja batear. Por ello es además inquietante que la política exterior, que ciertamente no decantará ni definirá -aunque debiera, como nunca en el pasado reciente de nuestro país- el voto de los mexicanos el 2 de junio, no pasa -ni siquiera con un escenario potencial de un retorno de Trump al poder y la imperiosa necesidad de tener como respuesta un Plan B de política exterior- de propuestas formulaicas y generales en las plataformas de las tres campañas presidenciales en contienda. Para un gobierno -el actual- pero también para un país que no saben siquiera a dónde quieren ir, ni las brújulas sirven.

Consultor internacional, diplomático de carrera durante 23 años  y embajador de México

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