La mayoría de los mandatarios que en el mundo enfrentan problemas políticos internos tienden a buscar distractores mediante la política exterior, y el presidente Donald Trump no es la excepción. Enero arrancó en Washington con el asesinato del general iraní Qasem Soleimani y termina con la presentación de un “plan de paz” entre israelíes y palestinos. No es coincidencia que todo esto esté sucediendo con un presidente inserto en pleno proceso de destitución política. Pero lo que se dio a conocer el martes pasado desde la Casa Blanca fue, en el mejor de los casos, una campaña de relaciones públicas, no un plan de paz. Incluso podría argumentarse que con Jared Kushner al frente del proceso, el magnate y su yerno en realidad lo que armaron, fieles a su ADN, es un paquete inmobiliario.

Este es un plan que le da a Israel todo lo que quiere y concede a los palestinos todo lo que a Israel no le importa, y lo llama “paz”. No hay nada estable o viable en la quimera que Trump ha puesto sobre la mesa. De hecho, este ‘diktat’ sería mucho menos estable que el estatus quo a largo plazo. La propuesta implica la entrega de territorio a Israel a cambio de una colección de cantones dispersos constituidos como un supuesto Estado palestino o, en el mejor de los casos, un gobierno supramunicipal que ha sido la verdadera intención del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu durante casi tres décadas, todo espolvoreado con un edulcorante de $50 mil millones de dólares en asistencia para los palestinos, que nunca verá la luz del día. Los criterios para la formación de un Estado palestino incluyen la desmilitarización completa de toda la población palestina, incluyendo el loable desarme de Hamas, el grupo terrorista en control de la Franja de Gaza, sobre el cual la Autoridad Palestina tiene poco control. Otra condición es la creación de un “sistema de gobierno con una constitución para establecer un Estado de derecho que garantice libertad de prensa, elecciones libres y justas, respeto a los derechos humanos de sus ciudadanos, protecciones para la libertad religiosa y para que las minorías religiosas observen su fe, la aplicación uniforme y justa de la ley y los derechos contractuales, el debido proceso legal y un poder judicial independiente.” En otras palabras, para ser reconocido como Estado soberano, los palestinos deberán alcanzar niveles de gobierno que ningún país en Medio Oriente -incluidos aliados clave estadounidenses en la región como Egipto y Arabia Saudita, y a excepción de Israel- posee. Y muchas de estas naciones, por supuesto, tienen importantes lazos económicos y militares con EE.UU y no querrán dañar las relaciones con Trump al rechazar o criticar su plan, sobre todo cuando están pensando en un enemigo común que es Irán.

Normalmente cuando haces la paz, tienes que hacerlo con tus enemigos. Pero las únicas personas ante un micrófono en la Casa Blanca el martes fueron Trump y Netanyahu. No había un solo representante palestino, y aparentemente ninguno fue consultado en la confección de este plan. Los palestinos no han interactuado con Washington desde que Trump anunció en 2017 que trasladaría la embajada estadounidense en Israel a Jerusalén. Detrás de un documento concebido sin ningún aporte palestino, presentado el mismo día que un voto crucial en el parlamento israelí sobre el fuero de Netanyahu, y a meses de que los estadounidenses acudan a las urnas, hay sin duda alguna motivaciones facciosas. Ciertamente Trump es el mejor amigo que Netanyahu ha tenido jamás en la Oficina Oval. Un primer ministro y un presidente en plenos procesos acusatorios se pararon ante el atril fingiendo que lo único que los motiva es la paz. De hecho, lo que les importa es la política. Es difícil no concebir tanto el contenido como la coyuntura de la presentación del llamado plan de paz como un esfuerzo de Trump para ayudar a Netanyahu en las elecciones israelíes dentro de cinco semanas, y, más que eso, un esfuerzo de Trump para ayudar a Trump: apuntalar el apoyo de evangélicos y Republicanos conservadores a su reelección.

La estrategia que emana de la Oficina Oval refleja la convicción de que el poder no ejercido es un desperdicio de poder, y que éste debe usarse para romper con el pasado. La esencia de la lógica estadounidense, en la medida en que exista una, parece ser que un acuerdo “realista” debe reflejar el hecho de que Israel esencialmente ganó el conflicto israelí-palestino, y que los términos necesariamente favorecen al vencedor. Y la lectura entrelíneas del texto del plan propuesto por Trump revela una mensaje diáfano y palmario a los palestinos: si rechazan este acuerdo, por muy malo que consideren que sea, ¿qué van a hacer como alternativa? El mensaje subyacente de “toma o déjalo” a la Autoridad Palestina conlleva un dilema y una realidad geopolítica: Estados Unidos le está diciendo a los palestinos que después de tres décadas de rechazar mejores ofertas de paz que esta, están en peligro de ser abandonados por las naciones árabes que decidirán ir hacia adelante y normalizar -ante el temor de una hegemonía subregional iraní- sus relaciones con Israel, con todo y la oposición palestina. Los perdedores son los palestinos y todos aquellos que pensamos que la única manera de salvaguardar el futuro de Israel como Estado judío, plural, democrático y seguro es crear un verdadero Estado palestino viable con soberanía sobre la mayoría de la población árabe entre el río Jordán y el Mediterráneo.

Estados Unidos alguna vez defendió el derecho internacional para gestionar las relaciones internacionales. Hoy promueve la ley hobbesiana de la jungla, donde cada país se defiende por sí mismo y el más poderoso se impone al más débil. Estamos presentes en la creación de tiempos peligrosos en el mundo, no solo para el Medio Oriente. Las perspectivas de una paz justa y viable entre israelíes y palestinos podrían ser solo uno de sus muchos saldos.


Consultor internacional

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