El arranque y la más que bienvenida transición a una nueva administración en Estados Unidos , encabezada por Joe Biden , está preñada de oportunidades para un retorno a la normalidad y para nuevas sinergias y colaboración bilaterales con México. El presidente y su equipo buscarán rápidamente revertir los efectos perniciosos del vandalismo diplomático de Trump estos últimos cuatro años y también intentarán apuntalar y relanzar relaciones bilaterales clave con aliados y socios que fueron dañadas y socavadas en el proceso. Ello incluso ya quedó de manifiesto desde un primer momento con el retorno a los ‘usos y costumbres’ de la diplomacia contemporánea estadounidense cuando Biden, seguido de su secretario de Estado recién confirmado, efectuaron como primer contacto con sus homólogos en el mundo, sendas llamadas con los vecinos y socios estadounidenses, Canadá y México.

Como ningún otro inquilino de la Casa Blanca, Biden llega -producto de sus años en el Senado y su papel como enviado de Obama a Latinoamérica particularmente en los últimos cinco años de su gestión como vicepresidente, con un bagaje de conocimiento y experiencia granulares sobre México y la relación bilateral con el que predecesor alguno en el cargo ha contado. Por si esto fuera poco, el período de dos años de México como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU ofrecería, en circunstancias normales, una legión de oportunidades para crear densidad en la colaboración regional y global entre EE.UU y México y sinergias para promover un sistema internacional basado en reglas. Y dado que Brasil en gran medida ha decidido arrinconarse, tanto en términos de sus ambiciones de política exterior como por el resultado de las políticas de afinidad y el apoyo de Bolsonaro a Trump, esto podría abrir una ventana de oportunidad singular para que México se posicione como el socio estratégico privilegiado de EE.UU en América Latina y el Caribe.

Desafortunadamente, es más fácil decir esto que hacerlo. Para empezar, reinicializar la relación Biden-López Obrador no será fácil, a pesar de las mejores intenciones en Washington y los esfuerzos deliberados de algunos funcionarios del gobierno mexicano. Como en la mayoría de las cosas en la vida, se necesitan dos para bailar el tango o, en el caso de nuestras dos naciones, quizá danzón. Por un lado, el Presidente López Obrador parece empeñado en pintar su raya -e incluso socavar- un relanzamiento de las relaciones con EE.UU. Y por el otro, lo que al principio de su relación con Trump podría haber sido explicado y justificado por algunos como pragmatismo o reflejo de la asimetría de poder entre ambas naciones, al final parece algo mucho peor. Solo hay que ponerse en los zapatos de los Demócratas y del equipo de campaña y transición de Biden para entender cómo se percibe el efecto cumulativo de la larga lista de acciones hostiles y miopes del mandatario mexicano a partir del verano pasado: su tozudez de viajar a Washington para reunirse con Trump en plena campaña electoral estadounidense, su decisión de no reunirse con líderes Demócratas del Congreso y sus declaraciones zalameras en la Casa Blanca; su obstinación en no felicitar (junto con Putin y Bolsonaro, dos lideres que jugaron abiertamente a favor de la elección y reelección de Trump) al presidente electo Biden hasta el 14 de diciembre y su hosca carta de felicitación (sobre todo si se le compara con la meliflua epístola de cuatro páginas enviada a Trump después de su triunfo en la elección mexicana de 2018) trazando líneas en la arena sobre la no intervención y la soberanía nacional; su oferta de asilo a Julian Assange , el hombre que hackeó la campaña Demócrata en 2016; su rotundo silencio y falta de repudio a la intentona de autogolpe de Estado el 6 de enero; y su defensa de Trump luego de que éste fuese expulsado de redes sociales.

Pero Biden no tiene gatos en la panza y su gobierno seguramente va a tener retos mucho mayores con México que potencialmente guardar rencor. Los próximos cuatro años podrían transformarse en una serie de tensiones y desafíos al sur de la frontera con un presidente mexicano que ve a su nueva contraparte con resquemor, sospecha y un dejo de resentimiento (por el hecho de que en su particular visión del mundo, los Demócratas debieran de haberlo apoyado en sus impugnaciones a los procesos electorales de 2006 y 2012). Ya sea en materia de derechos humanos y el Estado de derecho; la criminalidad y procuración de justicia; la erosión de contrapesos, equilibrios e instituciones autónomas; la falta de un piso parejo para empresas estadounidenses con inversiones en México; disputas ambientales y laborales en el TMEC ; y políticas y paradigmas energéticos del pasado y basados en combustibles fósiles: todos estos temas que, a diferencia de Trump, ocuparán y preocuparán al gobierno estadounidense, podrían derivar -ya sin el temor pero también la empatía que el ex mandatario estadounidense generó en López Obrador- en posiciones espinosas y chovinistas desde Palacio Nacional en la relación con la nueva administración en Washington. Y por si fuera poco, la arquitectura e institucionalización de la relación bilateral -el andamiaje de mecanismos y protocolos que se han construido en las últimas dos décadas- que permiten que una de las relaciones bilaterales más complejas, fluidas y dinámicas en el mundo mantenga la tracción, el tono muscular y la capacidad de resolución de problemas, se ha ido desgastando durante los últimos cinco o seis años. Ciertamente comenzó con el gobierno de Peña Nieto, pero se ha profundizado con el de López Obrador.

Para un presidente que persiste en subrayar que la mejor política exterior es la política interna y que ve con recelo la posibilidad de que el nuevo gobierno estadounidense se pronuncie, en público o privado, sobre temas que él considera de política interna, la gran paradoja estriba en que son precisamente las debilidades internas -y muchas de sus políticas públicas- las que se erigen en flancos de presión desde el extranjero, particularmente desde Estados Unidos. Y pensar que en el siglo XXI se puede separar en compartimentos-estanco lo interno de lo externo en ambos países es no entender cómo se ha transformado la realidad de la relación entre México y EE.UU en las últimas dos décadas.

El refrán popular sugiere que no se puede mamar y dar de topes. Qué bien que el presidente subraye, con el inicio de la Administración Biden y los primeros contactos con quien será su homólogo durante el resto de su sexenio, que buscará una relación constructiva con EE.UU. Pero entonces sus acciones, decisiones y declaraciones -y las de algunos de sus colaboradores- tienen que ser congruentes con ello. Oportunidades para la sinergia y la colaboración real y efectiva, basada en el paradigma de responsabilidad compartida y en múltiples áreas de la agenda, desde la migración , la competitividad regional , las cadenas productivas y el manejo común de recursos acuíferos transfronterizos hasta la mitigación de la pandemia, la recuperación económica y la seguridad común, abundarán con este nuevo gobierno estadounidense, pero solo si se saben reconocer y aprovechar.