En las relaciones internacionales y la geopolítica, el poder aborrece todo vacío. Hoy, la ausencia de liderazgo estadounidense y una Europa consumida por sus debates internos han dejado espacio para que Turquía busque, un siglo después del colapso del imperio otomano, ejercitar su musculatura en busca de dominar el siempre volátil norte de Africa y el Oriente Medio. La Turquía crecientemente autoritaria de Recep Tayyip Erdogan -animado éste además por la relación de piquete de ombligo que su homólogo estadounidense tiene la propensión de establecer con una cofradía de líderes autoritarios alrededor del mundo- quiere proyectarse de manera agresiva y expansionista como una potencia emergente al este del Mediterráneo. Esto ya ha provocado enfrentamientos riesgosos con Egipto, así como el pulso marítimo en curso con Grecia, y ha colocado a fuerzas turcas luchando en Libia con aliados locales, al igual que en el norte de Irak y Siria, estableciendo de paso bases militares turcas en Qatar, Somalia e Irak. Como un Juego de Tronos con tintes religiosos, Erdogan está peleándole a Arabia Saudita el liderazgo suní en el mundo islámico. Ello explica, entre otras cosas, la reconversión de la emblemática Hagia Sofía, en Estambul, de museo a mezquita, y su declaración de que es parte de un proceso que espera sea “coronado por la liberación de la mezquita al-Aqsa” en Jerusalén.

Y el nacionalismo turco -ahora con un líder agresivo, religioso e inventivo- siempre conlleva consecuencias, y la situación en la región podría salirse de control rápidamente. Hay pocos lugares en donde podría ser más combustible el potencial papel turco que en el Cáucaso y la delicada situación que tiene enfrentadas a Armenia y Azerbaiyán en torno a la autoproclamada república de Artzakh, en el territorio de Nagorno-Karabaj. Las dos naciones vecinas viven enemistadas desde el inicio del conflicto ahí, en 1988, cuando este enclave, poblado en su mayoría por armenios y con apoyo del gobierno de Armenia, decidió independizarse de la entonces República Socialista Soviética de Azerbaiyán. El gobierno azerí perdió el control sobre Nagorno-Karabaj y siete distritos adyacentes tras una escalada de hostilidades entre 1992 y 1994 que causó unos 25,000 muertos y centenares de miles de desplazados. En 1994, Ereván y Bakú negociaron un alto el fuego y encauzaron una resolución al conflicto en el marco de diálogo del llamado Grupo de Minsk (encabezado por Rusia, EE.UU y Francia y bajo el amparo de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, OSCE), pero desde entonces se han replicado incidentes, el más grave de ellos hace cuatro años, coincidiendo con un deterioro de las relaciones entre Moscú y Ankara, los aliados de Armenia y Azerbaiyán, respectivamente.

Después de la guerra de los Cuatro Días en 2016, Armenia y Azerbaiyán -como resultado de la mediación rusa- acordaron introducir mecanismos de monitoreo al cese de fuego que, ulteriormente, Bakú rechazó y nunca se interesó en cumplir. Y este año Azerbaiyán no se adhirió al llamado del Secretario General de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz y el cese de violencia durante la época de la pandemia, mientras que, por el contrario, Armenia fue uno de los primeros países que suscribió este llamado. Azerbaiyán, una potencia petrolera cuyo gasto militar supera todo el presupuesto gubernamental de Armenia, incluso había venido aumentando recientemente el despliegue de sus fuerzas armadas, amenazando con actuar para recuperar el control de la zona.

La reciente escalada este julio pasado de las hostilidades entre ambos vecinos, las más graves desde 2016, causó al menos 16 muertos. El primer ministro armenio, Nikol Pashinyan, acusó al país vecino de provocar los enfrentamientos y advirtió que Bakú sería “responsable de las consecuencias impredecibles de la desestabilización regional”. El Ministerio de Defensa de Armenia asegura que drones azerbaiyanos lanzaron un ataque contra la ciudad de Berd, apuntando a la infraestructura civil. Uno de los drones fue derribado, según Ereván, que acusó a las fuerzas azeríes de colocar artillería y utilizar a civiles como escudo en la zona de Tavush, así como de lanzar ciberataques contra plataformas digitales del gobierno armenio. Por su parte, el presidente azerí, Ilham Aliyev, (hijo del expresidente y líder comunista Heydar Aliyev, ha gobernado a su país desde 2003, rodeado de un puñado de ministros y asesores, algunos de los cuales han estado en sus cargos por más de dos décadas), declaró que no veía sentido en seguir las negociaciones para lograr la solución pacífica del conflicto de Nagorno-Karabaj y volvió a la retórica chovinista -llegando a declarar, absurdamente, que todo el territorio armenio así como su capital, Ereván, son tierras históricas de Azerbaiyán- y afirmó que los incidentes son “otra provocación de Armenia”. Estamentos militares azeríes incluso amenazaron con atacar la única central nuclear armenia -y en todo el Cáucaso- en Metsamor, cerca de la capital. Inmediatamente, el presidente turco, así como los Ministerios de Relaciones Exteriores y de Defensa de Turquía, anunciaron su apoyo incondicional a Azerbaiyán. “El incidente no es una violación o conflicto fronterizo, sino un ataque deliberado directo contra Azerbaiyán”, dijo el presidente Erdogan, añadiendo que “Armenia caerá en el agujero que está cavando para otros”. Y para colocarle la cereza al pastel de la tensión, unos días después del cese al fuego (del 29 de julio al 10 de agosto), tropas turcas y azeríes efectuaron ejercicios militares conjuntos a gran escala.

Con el vandalismo diplomático de Trump, una Europa ensimismada y Turquía buscando consolidarse como potencia hegemónica en la zona, estos últimos enfrentamientos podrían desencadenar una nueva dinámica geopolítica regional peligrosa: una escalada mutua entre vecinos, intercambio de fuego de armas pesadas cerca de infraestructura energética y corredores de transporte estratégicos, un boxeo de sombra militar entre Rusia y Turquía y la falta de un mecanismo de mediación internacional adecuado y con dientes. Si bien ni Armenia ni Azerbaiyán podrían sostener una guerra a gran escala, incluso un conflicto armado más limitado podría dinamitar activos estratégicos de los que dependen la OTAN y la UE y que hoy están en tensión por el impasse diplomático entre Grecia y Turquía en las aguas del Mediterráneo oriental. Los únicos beneficiarios serían Turquía, Rusia, Irán y quizás China y su Iniciativa de la Franja y la Ruta. Ante el vacío diplomático europeo y estadounidense, es imperativo que ambos vecinos usen el choque de julio para destensar la relación y reactivar sus canales de comunicación bilaterales, buscando que el diálogo le gane a la retórica y que la paz y seguridad de la zona prevalezcan por encima del juego de ajedrez de potencias -y pretendientes a potencia- regionales.

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