Hace algo más de un mes, escribía en esta página de opinión que México, más allá de las acciones inmediatas que debe instrumentar para confrontar y mitigar los efectos sociales, de salud pública y económicos de la pandemia del COVID-19, tenía que levantar la mirada y prepararse para las secuelas y los escenarios internacionales del día después (https://www.eluniversal.com.mx/opinion/arturo-sarukhan/cuando-pase-el-temblor); es decir, anticipar cómo encarar algunas de las mega-tendencias que ya se perfilan en el mundo como resultado de este momento de brutal disrupción generalizada y global, así como confrontar los retos y aprovechar las oportunidades que se ciernen sobre las relaciones internacionales y, en particular, sobre nuestro país.

Después de décadas de creciente interdependencia económica, la pandemia está desafiando premisas subyacentes de la globalización, motivando a muchos países a priorizar de manera más clara sus propios intereses y de paso abriendo interrogantes acerca de la interdependencia e interconectividad -económica, comercial, laboral, en servicios, tecnológica y científica- que han caracterizado al sistema internacional desde el fin de la Guerra Fría. La “desglobalización” (Donald Trump y Brexit son expresiones de ese proceso) era ya un hecho antes del estallido de la crisis del coronavirus, y ahora todo apunta a que esa tendencia se acelerará. Los gobiernos de todo el mundo, algunos de manera más eficiente y eficaz que otros, están reabriendo paulatinamente sus economías a velocidades distintas y al amparo de paradigmas y políticas dispares, buscando minimizar la dependencia con y hacia el exterior, un proceso que impactará a potencias y economías emergentes por igual.

Pero en este sentido, no todas son malas noticias -o al menos, no debieran ser malas noticias- para nuestro país en esta coyuntura. El declive en particular de cadenas de suministro globales va a ser una calamidad para muchos economías emergentes y en desarrollo, pero paradójicamente para México puede representar una oportunidad histórica si el gobierno juega bien sus cartas en los días y meses por delante con sus dos socios norteamericanos y con inversionistas nacionales y extranjeros. Ese potencial se basa en tres factores esenciales. El primero es la creciente confrontación entre Estados Unidos y China, espoleada por la recriminación mutua en torno al origen de esta pandemia. Está claro que lo que comenzó hace unos años como fricción diplomática y geopolítica y desacuerdos comerciales se ha convertido ahora en una lucha frontal que está desarticulando la relación simbiótica que ambas naciones habían desarrollado desde el ingreso de China a la OMC. Como resultado, EE.UU y sus aliados están buscando activamente dónde reubicar sus centros de producción, y México es probablemente la mejor opción en virtud de la vecindad geográfica y las cadenas norteamericanas de suministro y plataformas de producción integradas. El segundo es la reciente ratificación del TMEC y su próxima entrada en vigor. Y el tercero es la importante depreciación del tipo de cambio, resultado de la incertidumbre internacional y la mayor percepción de riesgo en la economía, lo cual genera un aumento en la competitividad de nuestras exportaciones. Estos tres elementos crean condiciones únicas para que México encienda este poderoso motor económico y acelere el camino hacia la recuperación de la actividad productiva y el empleo.

El éxito en esta tarea dependerá de varios factores simultáneos. Primero, que México haga la tarea para generar confianza y atraer inversión y certidumbre. Segundo, que busquemos con

nuestros dos socios norteamericanos aprender del error de no haber coordinado ante el brote de la pandemia la designación simétrica de sectores e industrias estratégicas en virtud de esa interdependencia de las tres economías. Si bien ello ineludiblemente se dio en el contexto de nuestras respectivas características epidemiológicas particulares, en este momento ya hay que paliar los efectos de esa descoordinación de origen, armonizando criterios lo más posible (repito, respetando las necesidades particulares y prevalecientes en materia de salud pública en nuestro país) y sincronizando nuestros procesos de reapertura económica. Y tercero, hay que mandar un mensaje palmario e inequívoco a Washington con un golpe de timón diplomático y discursivo. Si México, como ha quedado demostrado en este momento, es un socio esencial para la reactivación económica estadounidense, entonces este presidente estadounidense tiene que dejar de caracterizar a nuestro país, en cada oportunidad delante de él, como una amenaza o frente de vulnerabilidad para EE.UU. Y de la misma manera, nuestros jornaleros agrícolas indocumentados –“ilegales” en el argot de Trump y la derecha xenófoba y nativista- no pueden ser esenciales en esta crisis y a la vez seguir viviendo en la sombra sin ningún derecho a la salud y con el temor de ser deportados cuando la crisis amaine.

A medida que EE.UU vuelva a reabrir, tendrá que tener en cuenta las necesidades e intereses de sus vecinos, la necesidad de operaciones sanitariamente seguras y fomentar una colaboración crucial, sinérgica y mutuamente beneficiosa. La seguridad humana y el bienestar de los mexicanos tienen que concebirse a su vez como fundamentales para la seguridad humana y el bienestar de los estadounidenses, poniendo de relieve la necesidad de profundizar la colaboración y armonizar políticas a raíz de nuestra convergencia, desde las cadenas de suministro integradas hasta los retos de salud pública, tal y como lo hicimos ambas naciones en su momento en 2009 ante la crisis económica y la pandemia de ese año. Si la reapertura prematura genera un nuevo brote en cualquier lado de nuestra frontera, ello solo minará aún más lo posibilidad de garantizar que nuestras cadenas de suministro se conviertan en el motor de nuestra eventual recuperación económica y -ante las tendencias globales que se avecinan- de una oportunidad geoestratégica sin precedentes para Norteamérica.

Pocos eventos han detonado en Estados Unidos y en su capital preguntas tan apremiantes sobre la futura prosperidad y seguridad de los tres países norteamericanos que la actual mecánica de nuestras cadenas de suministro. Cada uno de los tres gobiernos en lo individual tiene asignaturas pendientes en esa tarea de abonar a su fortaleza y relevancia, sin menoscabo de las que enfrenta el nuestro, generando certidumbre y confianza en momentos en que ésta escasea alrededor del mundo. Pero para México en particular, hay una labor y oportunidad esenciales en los meses por delante. En la política exterior y particularmente en la relación con México, Trump desdeña el ajedrez y persiste en solamente jugar a las matatenas. Y hacerlo entender que las cadenas de suministro no se tratan de intereses privativos de EE.UU, sino de la fortaleza y resiliencia de las tres naciones norteamericanas y de la región entera frente al mundo, será sin duda una tarea cuesta arriba. Pero no debemos desperdiciar la banda-ancha de atención que esta crisis ha generado sobre nuestras cadenas de suministro para en esta coyuntura liderar, planteando ante Washington y Ottawa la importancia crucial que éstas encierran para nuestro futuro común. Si las tres capitales norteamericanas no aprovechan el momento, al grito de carpe diem, no solo se

desperdiciaría una oportunidad estratégica única y singular y que, sobre todo para un país como el nuestro, solamente llega en ocasiones contadas en la historia; sería un error calamitoso.

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