En uno de sus cartones de Mafalda, el monero Quino, como era su hábito, le dio en la cabeza al clavo: “¡Paren el mundo, que me quiero bajar!”, exclama la protagonista ante el tsunami de eventos mundiales que ocurren a su alrededor. Ciertamente así me sentí yo estas semanas de vacaciones, desenchufado pero viendo de reojo la caída vertiginosa de Afganistán en manos de los talibanes. Pero hoy son el Presidente Joe Biden y su equipo quienes deben estar pensando lo mismo con la irrupción de un tema que ha sacudido a Washington y al mundo, y que ha abierto la crisis más grave para el presidente en lo que va de su joven mandato.

En el siglo 19, el mariscal Von Moltke apuntó que ningún plan, por bueno que sea, resiste el primer contacto con el enemigo. Cuando Kabul cayó el 15 de agosto, la Casa Blanca tomó una decisión táctica: doblaron la apuesta con la operación de repliegue de tropas estadunidenses, justificaron su decisión y cruzaron los dedos para que los hechos sobre el terreno se ajustaran a su narrativa, esperando que con ello la administración pudiese volver rápidamente a los temas prioritarios de política interna y al énfasis en el reto que representa China. Ahora, 13 soldados estadounidenses y 95 afganos han muerto luego de un par de bombazos suicidas, las primeras tropas estadounidenses que mueren en Afganistán en 18 meses. El ataque, llevado a cabo por ISIS-K, una rama de Daesh y enemigo de los talibanes, es el más mortífero contra fuerzas de Estados Unidos en el país en una década. Y es precisamente la situación que Biden esperaba evitar al replegarse: la muerte de efectivos estadounidenses.

Lo que inició como una operación mal calibrada de desalojo y retiro de la capital afgana y aún peor gestionada en su arranque, había empezado a enderezarse en la última semana con un esfuerzo notable de evacuación por parte de la coalición de países con presencia de tropas ahí. Pero los atentados del jueves han reventado una narrativa que comenzaba a favorecer a Biden, así como la percepción -apuntalada además por el hecho de que a pesar de la debacle, la opinión pública del país sigue mayoritariamente a favor de dar carpetazo al largo capítulo de presencia de tropas estadounidenses en suelo afgano- de que la apuesta del presidente resultaría ser, al final del día, la correcta. No hay que perder de vista a todo esto que ese rechazo a la presencia de tropas en Afganistán e Iraq fue uno de los factores cruciales que explican por qué le ganó Obama a Clinton en la primaria Demócrata en 2008 y el atractivo de Trump entre un sector del electorado. Y a diferencia de sus tres predecesores inmediatos en la Oficina Oval que también reconocieron en su momento la futilidad de seguir en Afganistán, Biden fue el único que tuvo la valentía política para terminar con el involucramiento estadounidense ahí. Pero la tragedia en Kabul sin lugar a dudas cambia de manera fundamental la ecuación para Biden.

En su mensaje a la nación después de los atentados, aceptó sin ambages la culpa: “Soy responsable, fundamentalmente, de todo lo que ha sucedido últimamente”. Pero también reiteró que mantendrá el rumbo y se apegaría a la fecha límite para retirarse de Afganistán. Los Republicanos en el Congreso están en pie de guerra, argumentando -de manera irresponsable y demagógica, dado que el pecado original es de George W Bush y que quien inició las negociaciones con los talibanes, liberó a reos de sus milicias y determinó la hoja de ruta y calendario del retiro de tropas fue Trump- que nada de esto tenía que suceder. Algunos, como los senadores de extrema derecha Hawley y Blackburn, pero también el Representante Rice, uno de los diez Republicanos de la Cámara de Representantes que votó a favor del juicio político a Trump, han demandado que Biden renuncie a raíz del ataque. Otro senador sugirió invocar la Enmienda 25 (incapacidad para gobernar), lo cual no sucederá, pero ya se habla entre la bancada y liderazgo del GOP de iniciar investigaciones contra el presidente y sus colaboradores en caso de que recuperen la mayoría en la Cámara el próximo año. Todo indica que los Republicanos buscarán capitalizar electoralmente esta crisis y potencialmente convertirla en un escándalo al estilo de Bengasi, alcahueteando además, como ya lo ha hecho el líder de la minoría Republicana en la Cámara, el peligro de que los talibanes “se aparezcan en la frontera con México”. Pero el reto no solo es el GOP. Algunos legisladores Demócratas moderados ya están buscando distanciarse de Biden, quien durante mucho tiempo fue visto como factor clave para ganar escaños competitivos en estados o distritos más conservadores. La congresista Wild, una Demócrata de peso del estado bisagra de Pensilvania, no se anduvo con rodeos cuando tuiteó que “aunque está claro para mí que no podríamos seguir poniendo a los militares estadounidenses en peligro por una guerra imposible de ganar, también creo que el proceso de evacuación parece haber sido terriblemente mal manejado ... Necesitamos respuestas y rendición de cuentas con respecto a las fallas en cascada que nos llevaron a este momento”. Y existe una creciente indignación por la coordinación de EE.UU con los talibanes para asegurar el aeropuerto y ayudar con las evacuaciones. El presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Bob Menéndez, un aliado cercano del presidente, ha criticado abiertamente las negociaciones y el diálogo con los talibanes.

No obstante lo anterior, argumentar solamente que esta crisis estalló por la manera en la cual se instrumentó el retiro de tropas es, en el mejor de los casos, ingenuo y un error; despide, por encima de todo, un tufo de oportunismo político reprobable. Hay que decirlo: la invasión inicial de Afganistán fue popular, tuvo un propósito claro y logró un éxito razonable. En 2001, unos cuantos miles de soldados estadounidenses, apoyados por poder aéreo y de la mano con la Alianza del Norte afgana, desplazaron rápidamente a los talibanes y diezmaron a Al Qaeda. Hasta 2007, EE.UU y la OTAN mantuvieron un contingente manejable, que ya había aumentado a cerca de 20,000 soldados para 2004, encargado principalmente de asegurar la capital y procurar que los logros contra el terrorismo no se revirtieran. Sin embargo, a medida que la guerra se prolongó, la misión se desparramó. Liderado primero por “neoconservadores” y luego por intervencionistas liberales, la operación afgana parecía reinventarse casi todos los años y se volvió más grande, más compleja y menos ganable. El número de tropas aumentó a medida que se pasó del contraterrorismo a la erradicación de la amapola, la contrainsurgencia y la construcción del Estado. Esto dejó a EE.UU con un tarea dual: eliminar a los talibanes e instalar un nuevo Estado, altamente centralizado. Y el paradigma de ganar la guerra ganando la aldea se topó con pared: por un lado, la corrupción del gobierno afgano, que succionó los recursos que Washington inyectó al país y minó la construcción de un Estado robusto en un país históricamente dominado por clanes y caciques locales, y por el otro, que sin niveles de convicción y determinación similares a los de los talibanes por parte del gobierno en Kabul y en EE.UU, no había hoja de ruta posible para transitar de ganar la aldea a ganar el país y el conflicto. Así, lo que podría haber sido una operación antiterrorista exitosa se transformó en una operación de contrainsurgencia fallida. Y Trump le heredó a Biden una situación de pierde-pierde. Haber metido reversa a la hoja de ruta del retiro de tropas iniciada por Trump y mandar la señal de que EE.UU permanecería en Afganistán hubiese requerido un escalamiento significativo en el número de tropas desplegadas ahí. La decisión que enfrentaba Biden era escalamiento o retirada.

En ocasiones, lo que importa en política exterior no es lo que se puede lograr, sino lo que se puede evitar. Desafortunadamente, la Administración Biden no parece haber entendido que Afganistán era un caso así. Si bien los eventos, como los objetos, siempre se ven más grandes de cerca, las escenas en el aeropuerto de Kabul podrían ser un parteaguas para Biden y para el poder y la credibilidad de EE.UU ante aliados y rivales en el mundo. El desmoronamiento del esfuerzo por construir un Estado en un Afganistán democrático y secular y el que Kabul sea visto como un Saigón 2.0 podrían encarnar un problema mucho mayor que un país teocrático vuelva a ser usado de base de operaciones por grupos fundamentalistas. Percepción es realidad. En su primer viaje internacional a Europa este junio, Biden declaró, ante el alivio pero también las interrogantes de muchos, que Estados Unidos estaba “de vuelta” en el sistema internacional. Al observar la debacle de la retirada estadounidense de Afganistán, muchos deben estarse preguntando: ¿Y si Estados Unidos no está de regreso? ¿Y si nunca vuelve? ¿Qué pasa entonces?