Bill Shankly,

el legendario entrenador del Liverpool a inicios de la década de los setenta, en alguna ocasión sentenció que “hay quienes piensan que el fútbol es un asunto de vida o muerte. Puedo asegurarles que es mucho más serio que eso.” La semana pasada se dieron 48 horas de hibris y emboscada, seguidas de escándalo, furia y una vuelta en U, que sacudieron al fútbol mundial y en las cuales 12 clubes europeos erigidos en cartel prácticamente llevaron ese deporte, tal y como lo hemos concebido y disfrutado durante todas nuestras vidas, al patíbulo. Y es difícil no mirar el proyecto de la Superliga europea -develada de manera autocomplaciente y rocambolesca al mundo del fútbol y que estalló en un espasmo dominical de rabia y descalificaciones- como algo más que el fruto de la codicia e irresponsabilidad , como si hubiese sido engendrada en plena resaca después de una noche de farra y demasiadas copas. Una compañía cervecera europea que es la principal patrocinadora de la Champions League , el torneo al que hubiese desplazado este proyecto, lo expresó sin rodeos en un meme demoledor, mordaz y sin desperdicio que difundió después de que los seis equipos ingleses recularan en respuesta a la cólera y oprobio de aficionados, jugadores, entrenadores, medios de comunicación y políticos: “Si va a beber, no eche a andar una superliga”.

El conato de una Superliga y la “ americanizacióndel fútbol que ésta conlleva venía haciendo ruido adentro del closet desde hace ya un par de décadas. Pero ahora, sin la menor consideración, no ya ética sino estética, el anuncio de la creación de este exclusivo club se ha producido en unos tiempos salvajes, definidos por la disrupción, la codicia y la desigualdad . En medio de la dislocación económica producto de la pandemia que ha diezmado a clubes grandes y pequeños, fue Florentino Pérez , el presidente del Real Madrid y actual estratega y principal impulsor de la idea, quien levantó la estafeta, arropado de arranque por un pequeño grupo de oligarcas, banqueros e inversionistas estadounidenses y jeques -la mayoría de ellos procedentes de lugares sin apenas tradición en el fútbol y que son quienes han disparado la inflación en este deporte- y respaldado muy probablemente por los gigantes de la comunicación que han surgido del boom tecnológico y por los ubicuos fondos de inversión, que han detectado en el fútbol inmensas posibilidades de negocio.

Lo que estaba en juego con las jugosas rentas e ingresos para esos 12 clubes no es nada nimio. Y es que se dice fácil, pero se estima que dos de los equipos que oficialmente aún no han renegado del proyecto, el propio Madrid y el Barcelona , arrastran en este momento deudas netas de mil millones de dólares y $1.4 mil millones, respectivamente; el Tottenham tiene una que ronda los $822 millones, sobre todo por los costos asociados a la construcción de su espectacular estadio nuevo . Pero por ello tampoco es coincidencia que los dos primeros equipos en meter la reversa fuesen el Manchester City , propiedad de la familia que gobierna los Emiratos Árabes Unidos , y el Chelsea , el juguete de un magnate ruso, y cuyas sendas incursiones en el fútbol tienen más que ver con consideraciones diplomáticas y cálculos políticos y de reputación que con motivaciones económicas .

Y en este culebrón no cabe la ingenuidad: esto no es otra cosa que un pulso de poder. En lo que se yergue como el mayor cisma en la historia del fútbol , los grandes clubes quieren sacar mejor provecho de su posición dominante; al otro lado, se halla una institución desprestigiada y cuestionada como la UEFA . En medio, un deporte que hace soñar en todo el mundo a legiones de aficionados y que, como bien señalara hace años Javier Marías , es “la recuperación semanal de la infancia”.

Este proyecto, basado en el paradigma de las franquicias en los deportes estadounidenses , donde los equipos jamás son relegados y que se venden al mejor postor como si fuesen cadenas de fast food, sin ninguna consideración para el anclaje y el tejido social que tienen con una ciudad o comunidad, destruye ese concepto y cambia de un plumazo la escala del fútbol, que adquiere la estructura vertical y clasista del absolutismo aristocrático y abandona los vasos comunicantes sociales transversales y hasta cierto punto solidarios que aún caracterizan al fútbol -sobre todo el europeo- desde su fundación en el siglo XIX. El proyecto forjaría un torneo cuasi-cerrado con plaza asegurada permanente para 15 equipos de élite del continente -que serían los dueños del formato y del balón- y al que cada año estarían dadivosamente invitados tan solo cinco clubes externos , una suplantación de facto de la actual Champions League , a la que se accede con base en los resultados anuales de las ligas nacionales , y que encierra la posibilidad de que con el buen trabajo se pueda paulatinamente pasar de la mediocridad a la excelencia y del maravilloso potencial de un David tumbando a un Goliat en el transcurso del torneo. El resultado es una embestida a la esencia del fútbol, construido sobre el mérito, la diversidad competitiva y las clasificaciones sin fondo plano. Sería un proyecto oligopólico devastador para las ligas nacionales, la formación de jugadores y la malla social que este juego construye a todos los niveles. Sometidos a un tajo brutal en el dinero procedente de la televisión y sin vuelo en las expectativas, los clubes pequeños se asoman al precipicio de la invisibilidad. Como sentenció Pep Guardiola al referirse a la Superliga, “esto no es deporte”. Para un aficionado rabioso del Liverpool , el equipo que me hizo suyo creciendo de pequeño en Gales , y del Barcelona , el equipo de mi vida, ver a ambos metidos en esto ha sido decepcionante. Que el Barcelona, un equipo de socios y que siempre ha sido “más que un club”, siga sin deslindarse, es doloroso.

A veces, un partido de fútbol es aburrido y no todos son “el clásico” o una final de Champions. Es lo que hace que los momentos gloriosos en este deporte sean aún más gloriosos. El problema de que cada juego sea el juego más importante de todos los tiempos, lo que subyace al sueño de la Superliga europea, es que significa que al final del día ningún juego lo sea. Recordando las geniales películas de Pixar , me pregunto, de hecho, si la Superliga no es un complot de Syndrome, el villano de “Los Increíbles”, cuya frase más famosa es: “Una vez que todos son súper, nadie lo es". La pandemia de coronavirus seguramente hizo creer a sus arquitectos que la Superliga europea era factible. El fútbol había encontrado la manera de seguir adelante: los jugadores y los equipos entraron en una burbuja hermética, moviéndose entre estadios vacíos, las instalaciones de entrenamiento y sus hogares. Mientras tanto, los fanáticos se movieron de los estadios a los sofás. En el proceso, el fútbol se convirtió en un videojuego, con todo y ruido falso de aficionados. Todas las señales apuntaban a una nueva era post-pandémica globalizada por televisión para el fútbol europeo , a la deriva de los barrios, ciudades y estadios en los que nacieron y en los que están anclados los equipos y los aficionados que realmente aman a sus clubes. Exageró y acentuó todas las peores cualidades del fútbol europeo y aceleró esta desvinculación con lo local que viene dándose ya desde hace dos décadas. Esas fallas, esos problemas, desde la desigualdad de riqueza hasta la impotencia de los fanáticos y el deseo de una camarilla de clubes de élite de estar libres de supervisión y administrar sus organizaciones con el único propósito de incrementar ganancias vía la bolsa de valores, tampoco se evaporarán con el colapso de la Superliga o el fin de la pandemia. Pero el mundo del fútbol también se dio cuenta de que el poder no solo recae en los dueños de los equipos más grandes y ricos. Está también en manos de las instituciones, los jugadores, entrenadores, gobiernos y, sí, la afición. Las 48 horas que abarcaron la fundación y el colapso de la Superliga europea fueron similares a un Big Bang: esta es una saga que apenas comienza.