Nació en Queens y vive en la Quinta Avenida de Nueva York, y ahora reside temporalmente en el corazón de la capital de su país. Sus edificios pululan por ciudades de diversos continentes. Pero Donald Trump está en campaña abierta contra las grandes ciudades de Estados Unidos. Caracterizándolas como focos de alta criminalidad y santuarios para inmigrantes peligrosos, este ataque forma parte de un esfuerzo de polariza y vencerás para -camino a las urnas en 2020- motivar a su base de voto duro, mayoritariamente rural y blanco, y suprimir el voto en urbes como Milwaukee, Detroit y Filadelfia. Pero más allá de buscar replicar esta estrategia a dos bandas que en 2016 le llevó a la Casa Blanca, la brecha -política, económica, social y cultural- que existe entre regiones metropolitanas del país y los suburbios más alejados y zonas rurales se yergue como una de las fallas tectónicas más importantes no solo para la próxima elección presidencial, sino para el futuro político de EU y también de otras naciones alrededor del mundo.

Es cierto que en muchas democracias industrializadas, las áreas rurales tienden a inclinarse por valores y partidos conservadores, mientras que las ciudades tienden a ser más liberales, un patrón en parte anclado en la historia de partidos que nacieron ahí vinculados a trabajadores y a las fábricas que surgieron en ellas. Pero la polarización urbana-rural se ha vuelto particularmente aguda, arraigada y hostil en Estados Unidos, y también particularmente desigual en sus consecuencias socio-económicas. Durante las décadas de 1960 y 1970, las clases alta y media-alta huyeron de las grandes ciudades para escapar del crimen y deterioro urbano. La mayoría de las ciudades se encontraban en un fuerte declive fiscal y muchos de sus centros urbanos se convirtieron en guetos raciales. Pero luego vino un proceso a la inversa. Hoy, la gran mayoría de las ciudades en el país son polos de atracción para sectores sociodemográficos con recursos, marginando a los suburbios a quienes menos tienen. El éxito de las ciudades ha generado una nueva forma de segregación; por primera vez, la mayoría de la clase obrera y los pobres en EU viven ahora en suburbios –donde se localiza la manufactura- y zonas rurales, y que son en gran medida invisibles para las élites. La tasa de homicidios ha disminuido considerablemente en la mayoría de las grandes ciudades estadounidenses en el transcurso de la última generación, mientras que ha aumentado en zonas suburbanas; la crisis de los opiáceos, por ejemplo, ha pegado sobre todo en zonas rurales. Los elevados valores en bienes raíces están convirtiendo a las metrópolis más grandes del país -y del mundo (nada más hay que ver lo que sucede en Londres)- en áreas amuralladas de las élites cosmopolitas y la clase creativa, y generando a su vez polarización de valores.

Como botón de muestra hay que ver en un estado como Oregon automóviles con porta-bicicletas al lado de autos con parillas para escopetas y rifles de caza, o en corazones urbanos europeos las tensiones entre planes para mitigar emisiones reduciendo el uso de automóviles y el rechazo que ello genera en zonas suburbanas o rurales, como ha sucedido en Francia con los llamados “chalecos amarillos”. Mientras que los de la generación del milenio son nativos digitales, los de generación del “baby boom” son nativos mecánicos. Para los primeros, el principal
símbolo de libertad personal es el teléfono móvil; para los segundos, es el automóvil. Y a menudo, aquellos tienen más en común con los habitantes de las grandes ciudades de otros países que con sus vecinos suburbanos o rurales, y comparten valores liberales e identitarios trasnacionales.

En términos políticos, los desplazados se han estado vengando de los gentrificados. Quizás la división más marcada tanto en el referéndum sobre Brexit como en la campaña presidencial de Estados Unidos en 2016 fue entre votantes de las grandes ciudades y sus suburbios más inmediatos por un lado, y las zonas aledañas a las grandes regiones metropolitanas y el campo, por el otro. Así como Londres y Edimburgo votaron por permanecer en la Unión Europea, Nueva York y San Francisco lo hicieron abrumadoramente por Hillary Clinton. Esta brecha es visible en todo el mundo. Más de la mitad de los votantes de Moscú rechazaron a Vladimir Putin en 2012; aún así el presidente ruso fue reelecto abrumadoramente. Menos de uno de cada 10 parisinos votó por Marine Le Pen en la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales francesas, contra un tercio de la nación. Y este patrón no es privativo del occidente industrializado; existen, por ejemplo, brechas similares entre Estambul y el resto de la Turquía de Recep Tayyip Erdogan.

Una de las grandes paradojas del siglo 21 es que las ciudades –y las conexiones entre ciudades- parecen ofrecer las soluciones más visionarias a muchos de los problemas que enfrenta el Estado-nación https://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/arturo-sarukhan/nacion/2016/01/27/volver-al-futuro. Pero en ese éxito y esa centralidad de la ciudad y de quienes habitan en ella radica también una de las fisuras políticas más relevantes de nuestro momento: la nueva segregación económica e ideológica entre urbe y campo. En momentos en que mayor y mayor poder reside y se concentra en ciudades -convertidas éstas en verdaderos laboratorios de políticas públicas, cortando nudos gordianos y desatascando problemas que la mayoría de los gobiernos nacionales parecen incapaces de resolver- esta tensión y hendedura política-electoral entre zonas urbanas y rurales solo tenderá a profundizarse. Cómo se dirima y se articule un paradigma nacional que incluya dos realidades –grandes metrópolis y el resto- que caminan a contrapelo será determinante no solo para lo que ocurra en y a partir de 2020 en Estados Unidos, al igual que para el futuro de sociedades abiertas en muchas otras partes del mundo; definirá dónde residen el poder y la responsabilidad pública en la sociedad moderna https://www.eluniversal.com.mx/columna/arturo-sarukhan/nacion/2018-ciudades-al-rescate.



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