Así como la marea no espera a ningún hombre, el mundo tampoco espera a país alguno. Por ello celebro que México haya regresado nuevamente al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como uno de los diez miembros no permanentes para el bienio 2021-22. He subrayado en el pasado en esta página de Opinión que un país como el nuestro -que no es potencia- tiene de dos sopas en las relaciones internacionales: o se sienta a la mesa o estará en el menú. El que la SRE haya ratificado una decisión tomada durante otro gobierno y continuase un cabildeo que nos lleva -sin contrincante, eso sí- a ocupar uno de los dos asientos que le corresponden a América Latina y el Caribe, es relevante primero, porque en sí mismo obliga a asumir responsabilidades y posiciones en el exterior y reconocer el papel imprescindible que debiera tener la política exterior para nuestro país, y porque implícitamente reniega de la máxima simplista, cómoda y default de que la “mejor política exterior es la interna”. Pero el retorno de nuestro país al órgano más importante para preservar y dirimir los temas de la seguridad y paz en el mundo también se trata de las oportunidades que se abren para potenciar el peso específico de México en el sistema internacional. Como escribe Shakespeare en uno de los mejores diálogos de la literatura sobre la interacción humana con el poder, “Hay una marea en la vida de los hombres que, tomada a pleamar, conduce a la fortuna. Si la evitamos, todo el viaje de nuestras vidas estará lleno de escollos y desgracias”.

Ya aprovechada esa pleamar, sin duda ahora vendrá lo complicado. Hay que subrayarlo: nuestra presencia y participación en el Consejo no será un día de campo, sobre todo si no entendemos y asumimos lo que ello implica. Y si bien no podemos detener las olas, sí podemos aprender a surfearlas. Vayamos por partes.

El mundo vive un momento de enorme fluidez y volatilidad geopolítica y es posible que las secuelas de la pandemia de COVID-19 no solo acentúen los choques entre tres de los miembros permanente del Consejo -a decir, Estados Unidos, China y Rusia- sino que profundicen tendencias sociales, económicas y de seguridad que alimenten tensiones y conflictos al interior de algunos Estados y entre algunas naciones vecinas. Cuando además el país que es aún hoy el más poderoso del mundo aplica una visión hobbesiana de las relaciones internacionales, prácticamente garantiza la reciprocidad hobbesiana por parte de otras potencias retadoras y regionales. Y en este momento pareciera más probable que será el caos, más que China, quien llene los zapatos del vacío de liderazgo estadounidense propiciado por el vandalismo diplomático de Donald Trump. México no podrá escapar de asumir posturas en estos asuntos y tendrá además que navegar, como Odiseo, a través del estrecho en el que se encuentran dos monstruos, Escila y Caribdis, sin acercarse demasiado a uno u otro lado. Para un presidente mexicano que ha sido muy reacio a fijarle líneas rojas a su contraparte estadounidense, esto no será tarea fácil para la cancillería mexicana si Trump se llega a reelegir.

Pero más allá de las actuales características sistémicas de las relaciones internacionales en este momento, hay peculiaridades internas, propias de este gobierno pero también de sectores amplios de la opinión pública y sociedad mexicanas, que bien podrían complicar la labor en el Consejo de Seguridad. De entrada, para quien no sabe a dónde quiere ir con el Consejo, ni las brújulas sirven. Y como bien apuntó Churchill con su habitual sarcasmo, el objetivo de la diplomacia no es conferir un cumplido, sino asegurar un beneficio. La política exterior es más que “llevarnos bien con todo el mundo”, como puerilmente articuló Enrique Peña Nieto con el arranque de su sexenio, y la temática y misión del Consejo no se cubren vía una letanía de buenos propósitos y lugares comunes, como tampoco hay que confundir en ese recinto movimiento con acción. No podemos confrontar el futuro con el pasado, ni siquiera en la política exterior. Ni la nostalgia ni la momificación de principios constitucionales hacen política exterior, y menos con temas que podrían dejar en evidencia que el martilleo de que México no interviene en los asuntos internos de otros países se asemeja más bien al encendido de una luz direccional: ahora sí, ahora no, ahora sí, ahora no.

¿Cómo encarar entonces esta nueva oportunidad de activismo diplomático mexicano? El Consejo es un espacio donde se tienen que calibrar riesgos así como costos y oportunidades, y para países -como México- con menos instrumentos reales de poder duro, una diplomacia carente de riesgo ahí equivale a una diplomacia carente de resultados. La neutralidad es una manera cómoda de no tener política exterior y la ideología es mucho menos funcional que la inteligencia política y la sensibilidad moral. No podemos girar la vista ante la opresión del autoritarismo de cualquier signo ideológico; tenemos corresponsabilidad para con las causas de la libertad, los derechos humanos y la democracia liberal; y debemos redoblar nuestro compromiso con la participación mexicana en las operaciones de paz de Naciones Unidas. Por ello México debiera postular en el Consejo un especie de doctrina Elvis Presley: “un poco menos de conversación, un poco más de acción” en la construcción de una coalición de los decentes, abonando al fortalecimiento de un andamiaje de bienes públicos globales mediante un proceso que aliente cesiones selectivas, específicas y mutuas de soberanía a favor de esos bienes comunes, apoyando a quienes nutren conexiones por encima de los que siembran divisiones. Estos objetivos generales podrían articularse en cinco ejes de acción: primero, afinar de manera gradual el sistema de Naciones Unidas para brindar seguridad humana de manera amplia; segundo, el armado paulatino de un andamiaje de alianza política entre los Estados para crear zonas de paz cada vez más amplias; tercero, apuntalar el sistema de desarme de la posguerra fría que empieza a resquebrajarse; cuarto, mejorar las instituciones internacionales existentes; y quinto, crear y otorgarle espacios de participación a entidades y actores no estatales en el Consejo. Y por encima de todo, México tendría que abogar abiertamente por la Responsabilidad para Proteger (R2P, como se le conoce por su acrónimo en inglés) como un proyecto universal en el cual el dique westfaliano de la soberanía jamás pueda ser invocado para permitir o encubrir crímenes de lesa humanidad, la depuración étnica o el genocidio y donde aboguemos por medidas preventivas y reactivas, así como el uso el fuerza sancionado y mandatado por Naciones Unidas, para detenerlo y salvar vidas. La experiencia ha demostrado que el mayor peligro no es que los gobiernos intervengan de manera inapropiada para detener las atrocidades, sino que no actúen en lo absoluto.

Los siguientes dos años pondrán a prueba tanto a la diplomacia mexicana y su congruencia con lo que implica estar en el Consejo de Seguridad, como la madurez de sus actores políticos y de opinión pública. Y la diplomacia mexicana tendrá que hilar fino entre las necesidades, obligaciones y expectativas que nos impondrá el estar sentados en la sala del Consejo y un mandatario mexicano poco interesado e involucrado en la política exterior y propenso a visiones de las relaciones internacionales y del poder en el mundo más propias del siglo pasado que del actual. Por mi parte, pondré todo lo que desde este espacio se pueda hacer para que la gestión de la cancillería, y nuestro paso por el Consejo, sean lo más exitosas posibles.



Consultor internacional

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