Que la democracia está reculando es una de las narrativas más persistentes de este lustro. En febrero, Freedom House publicó un informe que documentaba 15 años consecutivos de declive de los derechos políticos y las libertades civiles en todo el mundo. Desde entonces, la situación solo ha empeorado. La Cumbre para la Democracia convocada por el Presidente Joe Biden de manera virtual (seguida el próximo año por una cumbre en persona) y que se celebrará mañana y viernes, se produce cuando la democracia liberal, abierta, de pesos y contrapesos y de separación de poderes, parece estar perdiendo terreno frente a la democracia iliberal y las autocracias. Y es que además las democracias liberales han sido demasiado tímidas y defensivas en la lucha contra el autoritarismo. Por ello, la cumbre presenta una oportunidad para adoptar una postura más asertiva. Más de 100 países han sido invitados a participar en ella; otros, como Hungría , Turquía , Túnez o Nicaragua , ejemplos de regresión o ruptura democrática reciente, serán excluidos. Pero algunos observadores incluso cuestionan si Estados Unidos mismo tiene la autoridad y legitimidad para convocar la cumbre dada su propia erosión democrática, la cual además abre una pregunta incómoda para Washington: ¿puede la democracia estadounidense resistir en el mediano plazo?

Desde los primeros días de su campaña presidencial, Biden hizo de la defensa de la democracia un factor central de su política exterior. Pero a partir de entonces, ha habido un debate sobre los contornos de esa estrategia y el empeño por parte de su equipo, al igual que de analistas y observadores internacionales, de dilucidar -muchas veces en sentidos opuestos- las intenciones del presidente. Algunos lo explican como la restauración de la promoción democrática en el corazón de la diplomacia de EEUU. Otros, como una oportunidad para convocar y sumar aliados para confrontar la vertiente autoritaria en el mundo, encabezada por China y Rusia . Y algunos más lo ven como el reconocimiento de la imperiosa necesidad de blindar y rescatar a la democracia estadounidense. La retórica de Biden da pie para todas estas interpretaciones. Pero la realidad es que cada una de esas versiones enfrenta limitantes y dificultades, y el debate interno en la administración y en Washington en general ha dejado tanto a tirios como troyanos confundidos en cuanto a la verdadera intención del presidente.

Veamos. Por un lado, reposicionar la promoción y construcción de la democracia como herramienta diplomática se topó rápidamente con la realidad por la manera en la cual EEUU se replegó de Afganistán. Por el otro, la noción de un eje de democracias ha chocado con el hecho de que aliados democráticos de EEUU han sido recelosos de un esfuerzo demasiado público para movilizarse en torno a la promoción de la democracia, ya sea por intereses económicos o comerciales (el mercado chino o suministro de gas ruso) o por el contrargumento de que un enfoque al estilo de un “club de democracias” corre el riesgo de elevar las tensiones con China y limita el tablero de ajedrez diplomático. Y las democracias liberales del mundo han perdido su monopolio para definir qué es democracia, no solo porque los nuevos regímenes autoritarios reclaman credenciales democráticas (algunos han ganado elecciones, aunque no siempre libres ni justas), sino también porque como demostró un estudio reciente realizado por Pew, una gran mayoría de estadounidenses -o franceses y británicos- están profundamente decepcionados con su propio sistema político. Algunos no están convencidos de que vivan aún en una democracia. Pero más que estas dos consideraciones, está la pregunta que se hace en muchas capitales alrededor del mundo acerca de si hoy Estados Unidos se encuentra deslizándose en algún punto del camino entre Roma y Weimar. Es decir, ¿estamos ante una potencia hegemónica en declive y a la vez una democracia que hace implosión, sobre todo ante la posibilidad de que en 2024 quien ha sido directa y activamente responsable de minar la democracia en el país pudiese volver al poder?

Las debilidades internas y externas de EEUU ciertamente se retroalimentan. Y Biden sin duda está librando una guerra por la democracia en dos frentes. En casa, enfrenta la amenaza de un Partido Republicano sicofante, esclavo de Donald Trump , el primer presidente en la historia del país que se niega a aceptar su derrota en una elección. En el extranjero, se enfrenta al desafío de una China en ascenso, que Biden ha enmarcado como parte de una lucha más amplia entre democracia y autocracia que definirá el siglo XXI. Pero en los meses transcurridos desde que Biden asumió el cargo, las perspectivas de mejorar la democracia estadounidense se han desdibujado considerablemente. El mes pasado, el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, una ONG con sede en Estocolmo, por primera vez agregó a Estados Unidos a su lista de democracias "en retroceso". Solo hay que ver la actual fascinación de la derecha estadounidense por la Hungría de Viktor Orbán. Una encuesta reciente de NPR encontró que solo el 32 por ciento de los Republicanos cree que las elecciones de 2024 serán justas. Diecinueve estados han promulgado 33 leyes que no son más que un esfuerzo por suprimir el voto de los ciudadanos; varios estados han reemplazado a administradores electorales independientes con ideólogos partidistas; y las legislaturas Republicanas en estados que han comenzado a inclinarse -demográfica y políticamente- a favor los Demócratas, como Carolina del Norte y Texas , han rediseñado mapas electorales para favorecer al GOP y privar efectivamente de sus derechos a las comunidades de color. Dada la composición conservadora de la mayoría de los tribunales federales, es probable que las impugnaciones legales a los nuevos mapas de distritos electorales no tengan éxito. La situación interna en EEUU significa que Biden está librando la batalla mundial por la democracia con una mano atada a la espalda. Y la ironía -o la tragedia- es que el GOP se está comportando como otros movimientos iliberales en el mundo. El gabinete estadounidense sabe que no tiene sentido dar la pelea en Kabul , Budapest o Managua si se pierde en Washington. Este es el sombrío telón de fondo de la cumbre que mañana echa a andar la Administración Biden.

No obstante el pesado fardo del deterioro democrático en EEUU, el gobierno de Biden debe pugnar por que al menos tres cosas sucedan entre mañana y viernes. En primer lugar, es importante que los representantes de la sociedad civil, los medios de comunicación y los movimientos sociales, especialmente de países no invitados a asistir oficialmente, tengan una oportunidad de hablar directamente con los gobiernos participantes. El propio presidente Biden debería organizar posteriormente una reunión con defensores de los derechos humanos y activistas a favor de la democracia de todo el mundo, destacando el papel de ONG y activistas en lugares como Hong Kong, Bielorrusia , Cuba , Myanmar y Hungría -o México. En segundo lugar, las naciones participantes, encabezadas por EEUU, deben comprometerse a brindar apoyo, tanto financiero como político, a quienes en el mundo luchan contra el autoritarismo todos los días, asumiendo nuevos compromisos para preservar el periodismo independiente, fortalecer las políticas anticorrupción y reforzar las protecciones para los defensores de los derechos humanos, quienes corren un riesgo creciente de represalias autoritarias no solo en sus propios países, sino incluso después de huir al exilio. En tercer lugar, los líderes deberían emitir una declaración conjunta con dos mensajes contundentes: reafirmar su compromiso con las instituciones democráticas, las elecciones libres y justas, la protección de los grupos minoritarios y el respeto por la sociedad civil, así como la determinación de luchar contra los golpes de Estado, las detenciones de activistas de derechos humanos, la ruptura del Estado de derecho, la embestida a la prensa y medios de comunicación y los intentos por incidir en procesos electorales de otras naciones a través de la desinformación y polarización en redes sociales.

El mundo requiere desesperadamente de acciones audaces y tangibles por parte de la comunidad de naciones democráticas, o lo que Moisés Naím en algún momento llamó la “coalición de los decentes”. Por ello, la cumbre debe mandar una señal inequívoca en el sentido de que toda democracia que se precie de serlo debe ser abierta y liberal, y que el liberalismo, si pretende evitar su autodestrucción, debe tener una vocación social y ser democrático.

Consultor internacional.

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