Los principios fundamentales de la bioética laica han variado. Autonomía, beneficencia —hacer el bien—, no maleficencia —no hacer daño— y justicia son los pilares fundacionales. Dichos valores deberían ser rectores de la conducta humana y de las interrelaciones entre las personas. Respetar al otro, ayudar y ser honesto es, a vuelapluma, un resumen de dicho ideario. Delinearlos fue el fruto de diversos pensadores. Debido a los cambios experimentados en la sociedad se agregaron, hace años, a los principios originales, veracidad y confidencialidad. Para quienes no confían en la palabra de los ministros religiosos y dioses políticos, la bioética laica es buen resguardo: comportarse con el otro como si fuese uno mismo es el mensaje.

La enfermedad y las pandemias son maestras. Muestran “lo mejor y lo peor” del ser humano. En la pandemia del Covid-19 la solidaridad ha aflorado. ¿Debería considerarse la solidaridad como un principio bioético? Quizás sea demasiado aspirar desde el punto de vista académico a esa idea. No lo es considerar la solidaridad como un valor fundamental de la condición humana, atributo digno de elogio y admiración en épocas yermas de humanismo: políticos y religiosos se han encargado de enfilar a su grey por sus caminos, no por el sendero adecuado, aquel donde todos caben y donde prima el diálogo y no el indiálogo.

La pandemia ha puesto en evidencia la pujanza de los seres humanos quienes, ante la muerte y la tragedia sacan fuerza y muestran compromiso, entrega, amistad y compasión. Escuchar los cantos y vivas de la comunidad en Italia y España fue maravilloso: no todo está perdido. Ante su majestad la muerte, la muerte incomprensible, la de las pandemias, terremotos y tsunamis, voces y manos al unísono han demostrado su solidaridad hacia las familias rotas por el Covid-19 y hacia el personal médico, de enfermería y policial cuyo esfuerzo por contener los estragos y las muertes es digno de admiración.

Auguste Comte consideraba que la solidaridad era una suerte de remedio contra el individualismo y un antídoto contra la atomización de la sociedad. Hay quienes, cuando hablan de solidaridad, la apellidan empatía, afinidad, igualdad, semejanza. Comte murió en 1857, su mensaje vive: la comunidad tiene responsabilidades hacia el individuo y el individuo tiene responsabilidades hacia la comunidad. El bien común es el resultado de sumar ambas obligaciones.

Frente a los destrozos humanos y económicos producidos por el virus, las ideas del filósofo francés cobran vida. La sociedad, con frecuencia irresponsable, muda y fragmentada ha sido durante la pandemia solidaria. No huelga recordar los sucesos durante los terremotos de 1985 y 2017 en el Distrito Federal. Los edificios derruidos pronto se inundaron de miles de manos anónimas.

Las catástrofes producidas por la naturaleza conllevan múltiples retos. El más visible es la respuesta humana de seres anónimos para ayudar a otros, también anónimos. Las crisis, de cualquier tipo, son una suerte de termómetros: despiertan solidaridad y muestran las mejores y las peores caras de las personas. La entrega absoluta de uno a favor de otro, el abrazo de quien puede en busca de quien aguarda, el silencio hermano y la compañía durante el duelo son rostros humanos, solidarios.

La solidaridad es pilar humano. Es parte del bagaje de la alteridad y debería considerarse eje rector de la ética. “Todo lo que se refiere a mi persona, empezando por mi nombre llega a mí por boca de otros”, escribió Mijail M. Bajtin. La ética de la solidaridad es innata, nace y se ofrece cuando es necesario, cuando el otro sufre o se siente amenazado. Responder “desde adentro”, cuando la situación lo demanda —huracanes, terremotos, barcazas con refugiados—, son actos solidarios.

Dostoievski enseña: “Yo puedo sustituir a cualquiera, pero nadie puede sustituirme a mí mismo”. Ser solidario es, al lado de otros valores —beneficencia, justicia, altruismo—, principio ético.

Médico y escritor

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