Transcribo, en el quinto párrafo, una nota pequeña y profunda. Lo pequeño en ocasiones es inmenso. Primero la leí y después la escuché. Proviene de una paciente a quien conocí diez años atrás. Más de la mitad de su vida había sido una persona enferma. Persona enferma es un binomio extraño: persona no conlleva enfermedad. El término previo se utiliza con frecuencia. No me gusta decir “enfermo”; opto, aunque me contradiga, por persona enferma. Es posible que las ideas previas sean, para muchos, disquisiciones sin sentido; a mí me parece inadecuado restarle humanidad a la persona y convertirlo, a secas, en forma automática, en enfermo. La patología no merma la condición humana del afectado.

Cuando se padecen patologías incurables a temprana edad, la vida, tal y como la conocemos, adquiere otra fisonomía. Las enfermedades crónicas , esas que nunca se van y con suerte se “controlan”, transforman todo: la mirada, el tiempo, la esperanza, las relaciones amistosas, amorosas y laborales. Modifican, sobre todo, la relación con uno mismo. Todo lo que engloba la palabra vida cambia. Afloran espacios insospechados o lejanos: vulnerabilidad, finitud, miedo. Al lado de los problemas de salud crónicos siempre hay un reclamo soterrado. “¿Por qué yo?, ¿qué hice para merecerme este castigo?”, son preguntas frecuentes.

Las patologías conducen a quien padece por senderos únicos, individuales, difíciles de compartir. El lenguaje de la enfermedad es personal. Cada individuo experimenta sus males de acuerdo a sus recursos íntimos y económicos, a sus expectativas y a su realidad. A diferencia de otras experiencias, como las escolares, académicas o laborales, las vivencias en torno a la patología difieren entre un individuo y otro. De ahí la frase, “el lenguaje de la enfermedad es personal”.

Cuando la enfermedad irrumpe en la juventud los vínculos con el mundo externo se viven y conjugan en primera persona: ¿por qué yo? Pocas experiencias son tan contundentes como la patología; buscar explicaciones y preguntar son espacios propios de ese tránsito. Indagar las razones del origen del problema es frecuente. Enfermedad y dolor conforman una escuela: las voces y los escritos de quien padece invitan a recorrer senderos desconocidos cuyo pavimento está tapizado por experiencias propias, profundas, únicas. Escuchar a otras personas enfermas es útil. Se aprende. Se entra en el mundo de la resiliencia.

Una paciente conocida desde hace diez años, poco antes de fenecer —tenía 40 años—, al salir del consultorio dejó una nota: “Mi vida ha sido la enfermedad. Nunca he ido a otro lugar sin ella. Siempre hemos cohabitado, siempre ha decidido por mí. La enfermedad es una escuela dolorosa y grande. Sin ella no sería yo, sin ella no podría escribir y menos vivir”.

Para quienes son víctimas de patologías crónicas, la enfermedad es una suerte de patria. Recorrerla con quienes han caminado en ella, construye. El dolor y el miedo a la muerte dota a las palabras de significados diferentes, propios, “Mi vida ha sido la enfermedad”. A partir de esa idea, la realidad, sobre todo la de jóvenes enfermos, adquiere otros matices. Padecer enfermedades sensibiliza. Escuchar concientiza. Ideas similares expresó otra conocida: “La enfermedad instruye. Expone situaciones antes no pensadas y cuestiona verdades repetidas sin saber si son veraces o no”.

La enfermedad, en efecto, es una patria. No se escoge pertenecer a ella. Aceptarla es sabio. Pocos lo logran. Quienes lo consiguen, conviven mejor con ellos mismos. Ese es reto de las patologías. Convivir con ellas permite pervivir con dignidad. Los enfermos resilientes han escrito magníficos capítulos acerca de esos capítulos de la vida.

Médico y escritor

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