Al terminar su mandato, don Felipe Calderón pasó algunos meses en Harvard. Nunca se supo si dio clases en la augusta Universidad, si realizó determinado tipo de investigación, si publicó artículos en doctas y académicas revistas o simplemente se refugió tras su lamentable mandato y su contribución, como tantos otros, si no es que todos sus antecesores, a la destrucción del país. Después de haberle declarado la “guerra al narco”, desde la comodidad de su despacho, y con su familia bien resguardada, el conflicto entre mexicanos, sin vínculos con el narcotráfico, y mexicanos, incluyendo políticos, dedicados a comprar y vender estupefacientes, se incrementó. Menuda herencia del calderonismo. El expresidente, obligado por la sociedad, intentó menguar el dolor de los familiares de las nunca veraces cifras oficiales de muertos y desaparecidos mediante el polémico Memorial de las Víctimas, que en esa época, de acuerdo a números gubernamentales, siempre falsos, eran, hasta noviembre de 2012, 60 mil muertos y 10 mil desaparecidos.

Imposible olvidar la irritación de Felipe con respecto al dictum estadounidense de que nuestra nación era un Estado Fallido. Independientemente de la cuasi nula autoridad moral del país de Trump, el diagnóstico, como lo muestran los ocho años transcurridos tras el fin del fracaso del gobierno calderonista, es correcto: la pila de muertos y desaparecidos aumenta sin cesar y nos exhibe ante el mundo. La pandemia de violencia actual es materia periodística en incontables lenguajes.

A partir del calderonismo, los decesos en la época del peñanietismo y en la de López Obrador aumentan sin cesar. Los números fríos impactan cuando se escuchan las voces de los deudos. Los muertos o desaparecidos por la violencia conforman entramados amplios: muchos debido a la nauseabunda expresión “efectos colaterales”, otros, por pertenecer a bandas enemigas, innumerables por el fuego cruzado entre militares y narcotraficantes, no pocos miembros de la milicia y algunos al huir de la muerte en Centroamérica en busca de una oportunidad de vida en su camino hacia Estados Unidos.

En los primeros días de la semana la prensa informó, entre otros lúgubres sucesos, sobre el macabro hallazgo de una decena de cuerpos abandonados en una carretera en Sonora, mientras que en el Istmo, 15 personas fueron asesinadas con violencia extrema: los cuerpos fueron quemados, no se sabe si vivos o muertos, la mayoría con signos de tortura.

La distancia entre Sonora y Oaxaca es de 2,500 kilómetros, la de los muertos norteños y la de los oaxaqueños es nula, empieza en México y termina en México. Nuestro país se ha convertido en uno de los países más violentos del mundo, donde, incluso, fenecen más periodistas asesinados que en naciones como Siria o Afganistán.

La pandemia por Covid-19 es terrible. Un virus ha acabado con las vidas, mientras escribo, de más de 26,000 personas según “cifras oficiales”; estudios epidemiológicos de la Universidad de Harvard calculan que en los próximos meses el número de defunciones será mayor de cien mil. Los muertos por la infección se incrementan día a día y en los próximos meses los decesos aumentarán debido a la añeja pobreza de nuestros connacionales, ahora multiplicada por el desempleo secundario al virus y a la violencia de quienes, desesperados, asaltan y matan en busca de recursos.

Tamaulipas, Veracruz, Guerrero, Guanajuato, Jalisco, Ciudad de México, son, entre otros, algunos Estados infectados por la pandemia de la violencia. Hace unos días, Mara Gómez Pérez, directora de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, renunció al recibir la noticia del gobierno que decretó la reducción de un 75% en los gastos de operación.

Covid-19 enferma y mata. No son los ricos los responsables de la pandemia, como aseguró, en una afirmación yerma de insabiduría epidemiológica, el doctor Hugo López-Gatell, quien así se suma a las afirmaciones de Miguel Barbosa, su colega morenista.

Desde hace años el virus de la pandemia mexicana por violencia mata y no hay quien lo frene. Su origen es conocido. Forma parte de las deficiencias presidenciales viejas y vivas incapaces de ofrecer trabajos dignos, amen de solapar, y en ocasiones participar, con grupos delincuenciales.



Médico y escritor

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