Atrapados en la pandemia, presos de nuevas formas de relación humana, la pregunta no es, ¿se desdibujarán y modificarán los vínculos entre los seres humanos?, sino, más bien, ¿qué tanto cambiará en los próximos meses o años la forma de acercarse, abrazar, tocar, amar y amistar cuando se decrete el fin de la pandemia? El poder destructor de Covid-19 es inmenso. Lo más grave son los muertos por el virus y el dolor de los deudos. Heridas similares viven, vivirán, las familias acosadas por el virus del hambre y por la ausencia de gobiernos protectores, sin soslayar la relación directa entre desempleo e incremento de la violencia y asesinatos.

Las pilas de cadáveres por las razones (sinrazones) esgrimidas son tristes retratos de nuestra actualidad. Al mapa contemporáneo, roto y desfigurado, será necesario agregar las relaciones enfermas desde antes de la era Covid-19. Vivimos una época extraña, o más bien, como dice el cantautor Billy Bragg, “vivimos en una época de rabia”. Rabia tiene muchos acepciones: ira, enojo, enfado grande. Así estamos. En el mundo de esos estados de ánimo nos ha atrapado el virus. A los cientos de miles de cadáveres se agrega un reto desconocido: ¿cómo nos comportaremos cuando se determine el final de la pandemia con nuestros semejantes cercanos y lejanos?

La vida es lo que palpamos. La vida es lo que esta frente a nosotros. Murmullos, cuerpos, rictus, solicitudes, escucha, pedimentos, compasión y solidaridad son apéndices de lo que abrazamos y nos abraza. En las últimas décadas lo “humano de lo humano”, o más bien, “lo humano de la humanidad” se ha modificado. El juego y la repetición de las palabras es intencional, no es mera nostalgia. Hemos perdido la calle. Hemos perdido espontaneidad. Hemos incrementado las distancias. La desconfianza ha aumentado y con ella las dudas y los miedos. La vida de ayer no será la vida de mañana. La falta de confianza atenaza. El miedo milita contra la frescura, contra lo que nace del corazón. Vivimos tiempos directamente proporcionales: a mayor desconfianza, mayor desapego, entre mayor temor, mayor la distancia, entre mayores las dudas, mayor la falta de certidumbre.

En tiempos Covid-19, a las ecuaciones previas se suma el peso del alejamiento físico así como el agobio acerca de la posibilidad de que todos, conocidos y desconocidos, pueden ser portadores del virus. Los pequeños encerrados en casa, unos con suerte, hijos de familias pudientes, otros sin protección económica, se han convertido en testigos y víctimas del encierro prolongado, de la intranquilidad absorbida tras escuchar a los progenitores y/o ser protagonistas de diversos tipos de violencia. Dichos sucesos trascienden. Dichos eventos dejan huellas.

El virus del Covid-19 se empalma con las insanas advertencias del transhumanismo, espacio que poco a poco gana terreno: los dispositivos electrónicos son cada vez más poderosos y parte integral de nuestra vida. Ahora el coronavirus, al igual que la tecnología, se ha adueñado de muchas facetas de nuestra vida y poco a poco, o más bien, cada vez más rápido nos empieza a transformar.

La vida es lo que se mira y lo que nos toca. Nos arropan y moldean las palabras cuyas letras y tiempos dan nombre a los días, a nuestra existencia y a las de los otros. El destino del lenguaje es el ser humano. Para quienes tuvieron suerte y se mantuvieron confinados, los apegos y la normalidad se modificarán.

Confinar: 1. Desterrar a alguien, señalándole una residencia obligatoria. 2. Recluir a algo o alguien dentro de límites. Recluir: Encierro o prisión voluntaria o forzada. Hemos intentado sortear la infección o la muerte confinados, recluidos. Las autoridades sanitarias han apostado por esa conducta. Algunas naciones europeas se han decantado por la salud de la población y no por la salud de la economía. Los meses prolongados, todos muy largos, cambiarán el contacto humano. ¿Qué sucederá con lo “humano de la humanidad?”. Tardará mucho tiempo en regresar la normalidad. Nos tardará otro tanto para reaprender: la vida es lo que se palpa, lo que se mira.



Médico y escritor

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