A estas alturas, para nadie es una revelación que la mayor parte de las izquierdas latinoamericanas en el poder viven y se reproducen al margen de las reglas democráticas. Engendradas casi todas con los mismos moldes autoritarios, sus consabidos primitivismos ideológicos, simétricos reflejos antidemocráticos y su infaltable gusto por la corrupción y la opacidad (que nada le pide al de los peores gobiernos de derecha y aun los dictatoriales que ha conocido la región), comparten por supuesto una misma diplomacia “antiimperialista”, hermanadora demagógica de nacionalidades e historias.

No es de extrañar entonces que Lula sea capaz de dispensar las atrocidades y crímenes del chavismo-madurismo en Venezuela presentándolas como una mera elaboración “narrativa”, con el mismo aplomo con que negó los conocidos hechos de corrupción que alguna vez lo llevaron a prisión. Ni que Cristina Kirchner tenga desde luego un odio profundo hacia los jueces que la han encontrado culpable de defraudación al Estado y condenado (es un decir) a seis años de prisión y a la inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos.

Esto sólo para mencionar el caso de dos países con un gran peso específico en el subcontinente, pero las historias se multiplican y pasan vergonzosamente por Bolivia, Perú o Ecuador, hasta llegar a los dramáticos casos de Venezuela, Cuba y Nicaragua, que vienen a ser por lo visto los modelos a seguir de todos los populismos de izquierda que se han hecho del poder mediante elecciones democráticas, para luego repudiar o intentar desmantelar, paradójicamente, las instituciones que ampararon sus triunfos.

Usando el mismo cartabón, las izquierdas latinoamericanas mantienen su incansable lucha contra el “neoliberalismo”; una lucha que por lo visto consiste primordialmente en enriquecer a un puñado de ladrones y en generar millones de nuevos pobres, puesto que a estos los consideran su clientela a pepetuidad y no podrían darse el lujo de que desaparecieran: es mejor que

sobrevivan con las dádivas del Estado y que no caigan víctimas de la explotación capitalista extractivista y anexas.

Por supuesto, uno de los gobiernos que cuenta ya con más prestigio entre esa esperpéntica sociedad de regímenes progresistas que increíblemente van para atrás, es el de la Cuarta Transformación que encabeza el compañero presidente Andrés Manuel López Obrador. Emulando a los grandes líderes de la región se ha confrontado sistemáticamente con el poder judicial (vetusta y corrupta instancia al servicio obviamente de los ricos), con los medios de comunicación (que por supuesto sólo sirven a los intereses de los oligarcas); con los intelectuales, casta de privilegiados insensible a las causas del pueblo; y hasta con sus clases medias, aspiracionistas miserables que sólo piensan en cosas como a qué universidad irán sus hijos.

A ningún patriota latinoamericano desconcertó, entonces, que México mandara un avión de su fuerza aérea a rescatar a Evo Morales, el “primer presidente indígena” de Bolivia (que no habla ninguna lengua indígena, por cierto), y unas cuantas maletas de dinero para seguir, infatigable, su lucha desde el extranjero. O que diera asilo a la familia del depuesto camarada presidente Pedro Castillo, a quien se le hizo fácil intentar clausurar el Congreso e imponer un toque de queda que desgraciadamente no fue secundado por el ejército peruano ni su policía.

El esperpento, como se sabe, es desde el punto de vista literario creación de Ramón del Valle-Inclán, una forma expresiva que exagera lo grotesco. Y queda claro que mucho sería el material que encontraría en México y toda la región el insigne autor de “Tirano Banderas”, la extraordinaria novela que inauguró todo un género dedicado al dictador latinoamericano (y que tendría enormes continuadores como Miguel Ángel Asturias con “El Señor Presidente”, Augusto Roa Bastos con “Yo, el Supremo” o, cómo no, Gabriel García Márquez y “El otoño del patriarca”).

Las esperpénticas democracias que gustan a las izquierdas de América Latina no tienen contrapesos, y si los tienen, los aniquilan; no tienen presidentes, sino personajes todopoderosos, populares o no; no respetan las instituciones o reglas democráticas; confunden mayoría con omnipotencia y atropello; tienden a desconocer sus congresos, si no les son favorables, o a convertirlos en sirvientes cuando sí lo son; y sobre todo, no sienten que la ley sea para ellos y menos para cumplirla. Valle-Inclán sabía de qué hablaba: conoció el

México posrevolucionario y entendió así el grotesco panorama político que compartían todos nuestros países.

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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