Chicago, Illinois.— El drama terminó con la decisión del Senado de absolver al presidente Donald Trump de las acusaciones de abuso de poder y desacato al Congreso. Con ello, termina el tercer juicio político a un presidente en la historia de Estados Unidos. Trump se queda a pesar de sus acciones y de su evidente desprecio por las instituciones.

Remover a un mandatario electo por el pueblo es un asunto serio. La soberanía reside en los electores que le confieren el poder a un individuo. Por ello, sólo debe considerarse destituir a un líder en condiciones extremas.

Lamentablemente, en la era Trump es complicado reconocer qué rebasa los límites. El constante abuso verbal y la aplicación de políticas escandalosas por parte del Ejecutivo han borrado las líneas entre lo correcto y lo incorrecto.

¿Es un delito ignorar las solicitudes del Congreso sobre información referente al juicio político? Los trumpistas dirán que sólo un loco colaboraría con sus victimarios para ser expulsado del poder. Pero los constitucionalistas, con quienes me alineo, piensan que la ley debe seguirse al pie de la letra. Si las leyes disgustan hay que modificarlas, pero mientras las normas estén vigentes hay que observarlas so pena de enfrentar las consecuencias por ignorarlas o violentarlas. Consecuencias como ser enjuiciado por desacato.

Por ello, no tengo dudas de que Trump es culpable de los cargos por los que fue enjuiciado. Incluso en el Senado, convertido en jurado, varios legisladores republicanos aceptaron que el presidente cometió los delitos imputados. Pero también dijeron que sus actos, si bien fueron ilegales, no justificaban la destitución. Un razonamiento digno de un contorsionista de circo.

Sólo el senador republicano por Utah y excandidato presidencial, Mitt Romney, aportó el primer y único voto bipartidista en un juicio político en la historia de Estados Unidos. Con evidencia tan abundante y contundente, Romney rompió filas con su partido. Ahora el senador enfrentará la ira presidencial, el linchamiento de su partido y del movimiento conservador. Es sufrir las consecuencias típicas de ir en contra del “hombre fuerte”.

En el Estados Unidos de hoy no hay brújula política que distinga con claridad el norte del sur. El presidente nos tiene donde quiere, en un estado catatónico donde una sociedad extraviada se ve reducida a seguir la luz de su grandeza que conduce a una presunta búsqueda incansable del éxito. ¿Qué pasa con la legalidad, los principios y la ética? Esos son, aquí y ahora, conceptos arcaicos y sin valor.

Durante el juicio político uno de los abogados del presidente delineó el siguiente argumento: “Si el presidente hace algo que considera le ayudará a ser electo en nombre del interés público, [esto] no puede ser causa que derive en un juicio político”. Es decir, la legalidad se subordina al criterio y bondad del mandatario en turno otorgándole un poder ilimitado y sin contrapesos.

Por otro lado, entiendo que el impeachment fue aprovechado por la oposición para maximizar daño político al presidente, no soy ingenuo. Pero en vista de los argumentos expuestos por quienes absolvieron a Trump, me entristece concluir que la otrora nación de leyes es hoy una república bananera más.

Lo más preocupante es que en vista de la incapacidad política de los demócratas es muy probable que Trump continúe la destrucción de la república por otros cuatro años. Esto es si su majestad concluye que está en el interés público respetar la Constitución y limitar su mandato a dos periodos. Sólo el tiempo dirá si la otrora democracia más antigua y estable del mundo sobrevive al poder corrosivo de este terrible personaje.

Periodista mexicano-estadounidense@ARLOpinion

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