Chicago, Illinois. – A la distancia he presenciado el enrarecimiento del ambiente político en México ante las elecciones del 6 de junio. Los ataques diarios del Presidente en contra de los órganos autónomos, con énfasis en las instituciones electorales. El cotidiano torpedeo que erosiona la confianza en los procesos que nos llevó décadas construir.

Permítame, estimado lector, compartir parte de mi historia para ilustrar mi punto. Terminé mis estudios universitarios en 1994, justo a la par del error de diciembre que originó la peor crisis económica en México (hasta el Covid). Por ello, no encontré oportunidades laborales.

Busqué opciones profesionales y en 1997 conocí a un político al asistir por accidente a un evento proselitista. Luego de conversar, este hombre vio capacidad en mí y me invitó a trabajar en su campaña a diputado federal en Cuautla, Morelos. No tuve sueldo ni gratificación, yo pagué mis pasajes, la comida y resolví el problema de la vivienda gracias a que un tío me permitió vivir en su casa durante esta aventura.

Comencé colocando anuncios en postes de luz, arriesgando el pellejo cerca de los transformadores, hasta que me gané un lugar como secretario privado del candidato. Sobreviví las envidias y complots internos, mientras trabajaba 12 horas diarias, los siete días de la semana.

Ante la cercanía de la elección, implementé encuestas de opinión que anticiparon el resultado electoral, ayudando a enfocar recursos de comunicación para mejorar la estrategia. Luego, salí a los municipios del Oriente de Morelos, que conocí a pie, para capacitar a los representantes de casilla para usar nada más que la ley al documentar irregularidades e incidentes. Esto fue posible gracias a que los mexicanos ciudadanizamos los procesos electorales desde entonces.

Finalmente, el día de la elección, asesoré a la representante ante la autoridad electoral, todo con la normatividad en la mano. Los resultados llegaron haciendo evidente el desenlace.

Quienes han participado en una campaña competitiva saben que una derrota es lo más cercano a estar en un funeral. Ese año, 1997, la gente arrebató al PRI la mayoría legislativa y le entregó al PRD la plaza de la CDMX. Trabajé con un candidato de los que se suponía siempre ganaban sólo para, en su lugar, ser ejemplo de la histórica derrota.

La mañana siguiente lloré como una criatura pues sabía que mi trabajo honesto no rendiría frutos. Mi anhelo por tener un empleo digno, ayudar a mis padres y comprarme un vocho estallaron ante la realidad. No obstante, en un momento de compostura dije en voz alta: “Si esto es lo que necesita mi país, que así sea.”

Este evento cambió mi vida pues poco después emigré a Estados Unidos, desde donde escribo estas líneas. Aquí he tenido una vida afortunada y hasta privilegiada. Sin embargo, dejé en mi patria a la gente que amo, causando dolor a mis seres queridos por mi ausencia.

Creo en el estado de derecho como elemento fundamental en una sociedad civilizada. Las normas acordadas deben respetarse, aún cuando el resultado sea adverso. En mi juventud asumí las consecuencias de mis decisiones, no culpé a nadie, y seguí mi camino, a pesar de pagar un alto costo.

La democracia no sólo existe cuando se gana, al contrario, más se exhibe el carácter cuando se pierde. Este 6 de junio, voten y escojan con inteligencia el rumbo del país. Pero, sobre todo, no permitan que los cobardes que acusan sin pruebas y destruyen para manipular, se impongan. México es una gran nación, y los mexicanos así lo probarán al escoger a sus líderes.

Nota:

Para quienes me acusen de ser un priista: 1. Trabajé, más nunca me afilié a ese partido. 2. No escupan al cielo, el entonces candidato es el hoy embajador de México (de la 4T) en Honduras, David Jiménez González.

Periodista.
@ARLOpinon

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