Carlos Monsiváis definió el periodo que transcurrió entre 1930 y 1960 como “la Edad de Oro de la Vida Nocturna” en nuestro país, ya que fue una época donde proliferaron los centros de entretenimiento para adultos de enorme calidad y variedad. Fue tal su relevancia, que este tipo de negocios llegaron a tener un nivel comparable con los de París o Nueva York.

El origen del cabaret en México está emparentado con las carpas y revistas, usualmente parodias de las grandes producciones que se presentaban en paralelo en teatros de alcurnia. El espectáculo de variedades se configuraría en un formato en el que los asistentes no sólo presenciaban las representaciones, sino que se volvería un lugar de encuentro donde podrían cenar y beber licores de distinta calidad. Es aquí donde ven sus inicios sitios como el Waikikí, el Tívoli, el Terraza Casino, el Burro, el Bombay y el aún operante Barba Azul.

La oferta de negocios de este tipo era extraordinaria, desde los de primera línea, hasta sitios dirigidos hacia un público popular, con una reputación más sórdida. El historiador Carlos Medina Carachero escribe: “En la década de los treinta los cabarets se multiplicaron por la capital, dando origen a uno de los espacios públicos más fecundos en la creación y recreación de mitos y realidades en el imaginario colectivo citadino. Los cabarets de la ciudad fueron parte del proceso de modernización experimentado por el México posrevolucionario”. Aunque su carácter como sitios de juerga no era puesto en duda, los espacios dieron lugar a todo un imaginario que prevalece gracias a su transmisión mediante el cine y la literatura.

El mismo Monsiváis describiría su ambiente de la siguiente manera: “No es el infierno sino el paraíso habitado por fornicadores, algo muy distinto; la felicidad del baile es el edén; la lujuria es el complemento diabólico del amor a la prójima”.

Para 1953, la Ciudad de México contaba con 3 mil 500 cabarets, 950 cervecerías, 300 cantinas y 200 pulquerías. El entretenimiento nocturno estaba viviendo un auge que parecía no tener fin; pero, aparte de los escenarios principales del circuito, existieron aquellos menores que, si bien contaron con respetables luminarias, no alcanzarían la fama de sus competidores más célebres. Es quizá, no obstante, en la historia de estos cabarets secundarios que se puede hacer un relato matizado de lo que fue esta “Edad de Oro” que es casi inconcebible en la actualidad.

Los Globos, ubicado en el 810 de la avenida Insurgentes Sur, administrado durante décadas por Guillermo “Billy” Lozano Delgado, fue en palabras de un periodista de la época “un cabaret de segunda con precios de primera”, que a pesar de su reputación menor, vio tanto el surgimiento de artistas importantes como el inicio, resplandor y decadencia del cabaret mexicano. Inaugurado a mediados de los 40, el negocio originalmente se trataba de un jardín de niños con los icónicos globos en su entrada. Lozano Delgado, dueño de un par de restaurantes, observaría el edificio con interés y se decidiría a comprarlo casi al instante. Originalmente se trataba de un restaurante más, pero al ver la coyuntura del floreciente mercado cabaretero, el empresario decidió cambiar el giro. Así, para inicios de la década de los 50, remodeló el local, lo amplió y lo reinauguró, ahora con espectáculos de variedades. Justo a tiempo para sacar dividendos en un momento de auge que, insospechadamente, estaba a unos años de concluir por el surgimiento de una nueva política moralista que estaba echando raíces en la ciudad.


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