Las democracias no son inevitables ni inmutables. Son construidas por mujeres y hombres quienes toman agencia para impulsar cambios en el sistema político y dan voz a los ciudadanos en la conducción de los gobiernos. En México, la democracia se construyó paulatinamente en los años 80 y 90 durante una serie de crisis sistémicas, que dieron impulso a la protesta y organización cívica y la necesidad desde el poder de ceder espacios de decisión para no perder el control político por completo.
La democracia avanzó en momentos, retrocedió en otros y ganó, por lo menos en la parte formal, en el momento del cambio de milenio. Las luchas desde entonces han sido para defender los espacios ganados y para ampliar el panorama de voces que inciden en la política, así como su independencia de las estructuras clientelares, corporativistas y excluyentes que dominaron en el pasado. Han sido luchas para democratizar la democracia, por un lado, y evitar el retroceso a los patrones de control vertical, por otro.
En Estados Unidos, la historia de la democracia es diferente. Se plasmó desde un inicio un sistema de control ciudadano con amplios contrapesos contra la concentración del poder, algo inédito en el mundo en ese momento, pero sólo se incluyeron a una mínima parte de la población, hombres blancos con propiedad, dentro de la definición de los ciudadanos. En los más de doscientos años desde entonces, las luchas han sido por ampliar la definición de ciudadanos, asegurar la equidad en su participación y mantener los contrapesos que no dejan que ningún grupo se aferre al poder y domine a los otros. El país nació democrático en teoría, pero no llegó a ser una democracia real para (casi) todos hasta hace cuatro o cinco décadas.
Durante los últimos años del presidente Donald Trump, la democracia recibió una prueba dura, en que un candidato presidencial trató de ganar y luego gobernar excluyendo a ciertos grupos de ciudadanos, aunque hay que reconocer que fue aprendiendo y girando sus posturas durante su presidencia. (Vale la pena notar sus esfuerzos en la elección de 2020, insuficientes pero reales, de ganar el apoyo de votantes latinos después de haber tratado de excluirlos en su primera campaña.) Pero también vivimos un peligro igualmente grave a la democracia cuando Trump intentó anular las elecciones presidenciales por vía de la trampa y la fuerza, culminando en los sucesos del 6 de enero cuando grupos de sus bases fieles asaltaron al Congreso con su aparente anuencia.
Sin embargo, las elecciones de la semana pasada en Estados Unidos mostraron que hay un hartazgo de los ciudadanos estadounidenses hacia esas tácticas. Los candidatos más extremistas apoyados por Trump, sobre todos los que habían apoyado los sucesos del 6 de enero, en general perdieron. De ocho candidatos a secretarios de estado (el puesto que supervisa elecciones en los estados) que apoyaban el asalto al Capitolio, todos perdieron. Nadie quería encargarlos del sistema electoral.
A los republicanos no les fue mal en las elecciones. Ganaron la mayoría de la Cámara de Representantes y tendrán peso para enfrentar al presidente Joe Biden durante los próximos dos años. Pero les habría ido mucho mejor si no fuera por los candidatos extremistas. Y el mensaje fue claro: los estadounidenses, incluyendo muchos que votaron por Trump, no van a tolerar los esfuerzos por minar la democracia. No hay que confiar que eso por si salva la democracia, pero es una señal saludable de que hay poderes de autocorrección dentro del sistema democrático estadounidense.
Unos días después, vino la marcha multitudinaria en Reforma contra los cambios propuestos al sistema electoral mexicano. Hay que reconocer que, en un sentido importante, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha expandido la democracia, incluyendo nuevos actores y haciendo sentir a una parte del electorado antes excluido del espacio público, que su voz cuenta. Eso merece reconocimiento como un avance democrático en una sociedad extremadamente desigual. Pero el intento de minar las bases del sistema electoral debería de preocuparnos. En ese contexto, la respuesta ciudadana alienta las esperanzas de que hay poderes de autocorrección en el sistema democrático mexicano también.
En teoría, las instituciones democráticas deberían poder protegerse contra los esfuerzos de los políticos para acotar la democracia, pero la democracia está hecha por mujeres y hombres, muchas veces por las sus luchas repetidas para abrir y ampliar espacios de control ciudadano, y también la defensa de las instituciones la tienen que hacer los mismos ciudadanos. Así pasó en Estados Unidos, gracias a los votantes en una elección clave, y así quizás en México también tendrá que ser por la movilización ciudadana en un momento crítico.
No hay nada seguro que las democracias pueden autocorregirse en momentos críticos, pero hay que apostar al valor de los ciudadanos por defender lo construido y seguir democratizando la democracia.