Normalmente enfatizamos la simetría y el movimiento de nuestros cuerpos para reducirlos a lo bello; sin embargo nuestros babosos adentros suelen desmentir ese romance. Una costra, unos mocos, un vómito, un eructo nos arrebatan lo sagrado y nos condenan a lo profano. Ya Pier Paolo Pasolini exploró esta dualidad en Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, 1972), donde la belleza y las asquerosidades de nuestra forma son las lenguas de Dios y del diablo discutiendo dentro del cuerpo. En la última película del enorme cineasta ruso Aleksei German el pleito lo gana el diablo. Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2013) parece brotar de la conclusión de ¡Khrustalyov, mi auto! (Khrustalyov, mashinu!, 1998), donde Stalin muere entre sábanas manchadas de caca. Los 21 gramos que pierde el cuerpo al morir, según el melodramático Alejandro González Iñárritu, son, en la mirada pesimista de German, un pesado pedo: Rabelais hecho cine.

Qué difícil es ser un dios se sitúa en el planeta Arkanar, donde una especie idéntica a la nuestra apenas vive su Edad Media. Un grupo de científicos de la Tierra ha sido despachado para orientarlos a su Renacimiento, pero, limitados en su intervención, terminan como espectadores de un escenario primitivo y repelente donde los intelectuales son castigados por el peligroso acto de pensar. Uno diría que su tiempo es nuestro pasado, y lo es, pero sólo en la superficie, ya que también se parece al antiintelectualismo contemporáneo.

Para mostrar su frustración ante una sociedad tarada y fanática, German se vale de espacios derruidos y tristes, pero aun más de su elenco, cuyo compromiso es un acto de valentía. Los actores padecen lluvias, lodo, suciedad, simulaciones de tos, vómito, escupitajos, disfraces de sarna y se degradan frente al asco y la tortura de verlo todo a diario. Su locura pareciera ya no sólo creíble sino un genuino e invencible estado de indiferencia melancólica.

Con su clima inagotable de lluvia y frío, Arkanar parece una depresión divina que llueve en llanto por la existencia de una especie imbécil y destructiva: la humanidad. En este planeta la gente sonríe cuando ve a un poeta ahogado en una letrina o cuando se preparan para torturar mujeres con un instrumento repugnante. En cambio signos de belleza como el melancólico jazz que toca uno de los terrícolas, Don Rumata (Leonid Yarmolnik), les causa dolores de estómago; la poesía de Pasternak que él recita les parece risible. Los fluidos del cuerpo y la facilidad con que los perciben y los manipulan simbolizan la permanencia de esta sociedad en una infancia ignorante del asco o el miedo, capaz de jugar con mojones.

Qué difícil es ser un dios, o la premonición intestinal
Qué difícil es ser un dios, o la premonición intestinal

En cierto modo Arkanar es la pesadilla del progreso. “Dios cagó el mundo, como un caballo”, dice uno de los personajes. “Es difícil ser Dios”, le contesta Rumata. Si Dios existe, nos odia; su equivalente en este planeta desvaído, Rumata, lo entiende. German logra una síntesis tal en sus diálogos y sus imágenes que la muerte de un esclavo apenas liberado es suficiente para expresarnos su idea de la libertad en un mundo tan grotesco: ser libre es un peso y una ironía fatal.

Claramente German busca la incomodidad del espectador. En una época obsesionada con el realismo pero que adora el prístino medievalismo de Game of Thrones, Qué difícil es ser un dios es un asalto a la hipocresía y un reencuentro con los pesadillentos hechos. Si la serie resultó satisfactoria para la mayoría de los espectadores con sus hermosos protagonistas y su narración calculadora, la película de German es un carnaval de fealdad y desconcierto que contradice las convenciones de la industria.

De hecho, en vez de matizar el horror, German exalta la grotesca sensualidad de Arkanar con un estilo visual que sobrepasa la expresividad de ¡Khrustalyov, mi auto! En aquella película la cámara flotaba a través de los estrechos escenarios siguiendo a los personajes que se le atravesaran, pero aquí más bien se acerca a los detalles para imaginar el espacio en imágenes cerradas que fluyen de un punto a otro como la perspectiva de un fantasma curioso. El sonido, por otra parte, comunica las texturas y los olores de tal modo que no sólo se oyen: se sienten. Los pasos, el metal, el lodo, las narices sucias resuenan con claridad y fuerza para construir una sensación de disgusto que nos introduce al cuadro y nos repulsa de él. Más que una narración, Qué difícil es ser un dios es una experiencia que entiende a los sentidos como un castigo.

En mi opinión este brillante estilo y su agudeza crítica ponen la obra de German por encima de la de Andréi Tarkovski, su contemporáneo más popular. Los trabajos de Tarkovski son una inmersión en la fe que engrandecen el espíritu ruso-soviético, pero en la obra pesimista de German su gente aparece como una raza bruta; no mística sino fanática. La Historia y sus desilusiones son una obsesión de German, que se lanza a la búsqueda de los grandes errores. Ya desde su primer película, La séptima luna (Sedmoy sputnik, 1968), un personaje dice: “El futuro es un asco”. Qué difícil es ser un dios pareciera dar la razón a esa idea y responder al futuro postsoviético de Vladimir Putin tanto como a la utopía destructora de Stalin. German se mueve en distintos tiempos para encontrarse con los mismos fracasos y, al contradecir nuestros ideales del cuerpo, el director nos recuerda que todo lo grotesco vive en nosotros, aun desde nuestro idealizado comienzo edénico. En nuestro presente científico todo sigue igual. Si bien exagera, German no mistifica ni oculta, no miente.

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