El espontáneo grupo de directores angloparlantes que animó el cine de horror independiente con películas como Está detrás de ti (It Follows, 2014), Babadook (The Babadook, 2014), La bruja (The VVitch, 2015), ¡Huye! (Get Out, 2017) y El legado del diablo (Hereditary, 2018), se desmoronó muy pronto. Se dice que sólo salió de las ruinas la australiana Jennifer Kent con su controversial The Nightingale (2018) —no la he visto, así que no puedo dar opiniones—, pero me parece claro que David Robert Mitchell, Robert Eggers, Jordan Peele y Ari Aster siguieron sus exitosos filmes con películas que se quedan más o menos en las mismas, en el caso de Mitchell, o muy debajo de las expectativas, como creo que ha pasado con los demás. Debo añadir que, al menos, Eggers y Aster fracasaron por ambiciosos. Peele nunca tuvo ambición, pero en Nosotros (Us, 2019) no tuvo madre.

Ya habrá tiempo para hablar de The Lighthouse (2019), pero esta semana se estrena Midsommar (2019), de Aster, que a menudo me hizo pensar en la proverbial advertencia: “El que mucho abarca, poco aprieta”. Con referencias a Ingmar Bergman y abundantes —o más bien excesivos— trucos visuales que juegan con tiempo y espacio, Midsommar es, en teoría, un filme de horror inspirado por romances crueles. Sin embargo, la película a menudo se comporta como una venganza que rompe la promesa de complejidad al concentrar todos sus recursos en lo audiovisual y al simplificar el conflicto de una pareja en una dualidad clara de bien y mal. Aster es un declarado admirador de Bergman, y aunque existen correspondencias temáticas entre El legado del diablo y Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978), como ya lo mostró mi amigo JJ Negrete en su videoensayo La herencia de las notas, sería arriesgado pensar que Midsommar se trata de Aster intentando hacer su propia Vergüenza (Skammen, 1968) o Escenas de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974). No digo esto bajo el argumento elitista de que una película de horror no pueda aspirar a la complejidad temática —siempre digo que Tiburón (Jaws, 1975) es una de las grandes exploraciones de la impotencia masculina— sino porque, distraído con la pirotecnia cinematográfica, Aster descuida su trama y sus personajes.

En un principio, y siguiendo los patrones del cine de horror clásico, nos encontramos con un suceso horrible que parece invocar el resto de la destrucción en la trama. La hermana de Dani (Florence Pugh) se ha suicidado. Peor aún: su novio, Christian (Jack Reynor), habla con sus amigos de terminar con ella en la noche en que llega la funesta noticia. Ya desde ahí Aster nos anuncia cómo se conducirá su filme: hay más énfasis en el largo plano que recorre la casa donde se suicidó la hermana de Dani en lo que parece un acto colectivo, que en la complejidad psicológica de los personajes. No es malo, por supuesto, que Aster proponga un lenguaje fílmico espectacular —en el sentido de que aspira a ser, en sí, un espectáculo—; el problema es que, en contraste con ello, las escenas de diálogo son breves y escuetas, e incluso inverosímiles. Por ejemplo, los hombres, claramente misóginos, hablan de cómo van a impregnate, o preñar, a las suecas que encontrarán en un viaje ya próximo. No defiendo el lenguaje de un Donald Trump pero los hombres suelen hablar como él, y quizás atenerse a la realidad habría generado un impacto más negativo en la percepción de estos personajes, que es lo que parece buscar el director.

Como ya lo adelantaba, el conflicto entre Dani y Christian, que terminan yendo a Suecia junto con los demás, es meramente maniqueo. Una y otra vez se nos recuerda que Christian es egoísta, insensible a la situación de Dani o de plano negligente. Dani, por el contrario, es una víctima y casi nada más. Aster no la idealiza como virtuosa —aunque no recuerdo una escena donde la cuestione— pero, más que compasión, genera hacia ella lástima. Cuando los viajeros descubren que la comunidad es hogar de violentos ritos como en El culto siniestro (The Wicker Man, 1973), nos damos cuenta de que todo es una metáfora del maltrato que sufre Dani en su relación con Christian. Sin embargo, conforme avanza la historia son pocos los reflejos que encontramos en la superficie de lo que sucede en el interior. Aster se concentra más en crear atmósferas en largas, pausadas y violentas escenas. Bergman, más dramaturgo que cineasta, nunca habría operado así.

Pero a pesar de sus serias fallas, Midsommar no es un desastre. Lo que esconde una mala edición que deja cabos sueltos y una historia simple, se compensa con los formidables decorados y la ambiciosa intención de asustar a pleno sol. Debido a la ubicación en Suecia, nunca anochece en la comunidad, y Aster recurre a menudo al sonido para alterarnos. Las canciones del pueblo y los extraños gemidos que emiten sus habitantes en lenguas diabólicas son originales efectivos y, de nuevo, excesivos, pero no tanto como la despiadada violencia. El exceso, como hemos visto, se convierte en una geografía a la que nos invita Aster sin dejar de subir siempre el tono, incluso hasta llegar al ridículo. Su riesgo es admirable; mucho más que la propia Midsommar.

Twitter:@diazdelavega1

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