Durante buena parte de El guardián de la memoria (2019), me pregunté a quién aludía el título. ¿Al abogado Carlos Spector que compara con miedo el Holocausto y la violencia en el pueblo de Guadalupe, Chihuahua? ¿O al coro testimonial de gente que recuerda un México infernal desde el exilio? Quizás al cine mismo, un adversario comprometido de la desmemoria. Hacia el final del filme, una voz respondió mi pregunta. “Yo guardo estos recuerdos”, dice, “pero te los voy a transmitir a ti para que tú seas el guardián de esta memoria”. Parece referirse a Spector, aunque, de algún modo, es una declaración de lo que implica hacer, y también ver, cine documental: la película captura los recuerdos de otros y se convierte en un memorial que involucra a su público. El guardián de la memoria y otros documentales que denuncian una humanidad orientada al desastre, no pueden impedir la muerte ni las balaceras ahora, pero pueden evitar que se olviden, y con ello, tal vez, que se repitan.

Es verdad que a menudo estas intenciones se deshacen en la indiferencia de las autoridades —y de las audiencias—, pero eso no le resta voluntad a la directora mexicana Marcela Arteaga para crear una imagen indeleble del sufrimiento. Como Tempestad (2016) o Niña sola (2019), El guardián de la memoria encuentra en la cámara un recurso para hacer algo más que mostrarnos a sus entrevistados como lo hacen tantos otros documentales apegados a la convención periodística. Arteaga toma, incluso, decisiones arriesgadas al contar las historias de sus personajes —todos refugiándose en Estados Unidos de las amenazas en Guadalupe— con imágenes como extraídas de un sueño profético. Una cabeza de pájaro, una vela solitaria, un campo de algodón, ventanas que revelan el desierto y el desahucio. Son la poesía del fin de la vida que viene a advertirnos con inmensa belleza de la fealdad en la vida diurna. Debo admitir que este artefacto me llega a parecer, en ocasiones, distante de las circunstancias de los personajes, pero no por ello frívolo. Al contrario, me parece una manera de evitar que las historias de abuso y sufrimiento se diluyan en nuestra mente, que recuerda mejor lo que nos conmueve. Por otra parte, las ruinas de tiendas a las que ya nadie entra a comprar refrescos, o de casas donde nadie se sienta a ver la televisión, nos hacen saber —si no es obvio ya— que el país está en guerra.

Sin embargo las imágenes verbales que cuentan las víctimas de Guadalupe nos deberían bastar. Fiel al tema de la memoria, la película comienza con los recuerdos de un México antes de la plaga. No era un país rico, pero al menos algunos podían prosperar; en las mañanas hace falta el sonido del tamalero y los lugares donde se jugaba en la infancia. El pueblo de Guadalupe, y el país entero, se han convertido para los personajes en una abstracción que a veces trae consigo la nostalgia, aunque en otras invoca el trauma. Un hombre, por ejemplo, recuerda el día en que vio un par de cabezas humanas al lado de la carretera, y cómo un niño llamó la atención de su madre: “¡Mira, mami, dos cabezas!”, como si se tratara de un animal enternecedor. Un niño explica a la cámara que a su papá lo mataron. Después de una pausa aclara el detalle más indignante: “Lo mataron los policías”.

Si el tema principal de Arteaga es la memoria de la violencia, el de la autoridad como opresión se asoma a menudo. En el lado mexicano los policías matan, amenazan y ocultan; el gobernador César Duarte se deslinda. Cuando desmintieron la ilusión del gobierno, las mujeres y hombres que protagonizan el documental se asilaron en Estados Unidos, pero su petición de ayuda fue sólo otra invitación al abuso. “El asilo”, explica el abogado Spector, “no es un lujo”, sin embargo el gobierno estadounidense viola sentencias, humilla con sus instituciones migratorias y cumple promesas sólo cuando lo obligan los jueces. Spector nos lo explica sin rodeos: en México el gobierno abusa porque incumple las leyes; en Estados Unidos abusa porque las cumple.

Sin más que perder, los personajes de El guardián de la memoria confían en Arteaga para escucharlos, pero también en nosotros. Saber sus historias es negar verdades oficiales y reconocer que somos, aun a la distancia, parte de ellas.

Twitter:@diazdelavega1

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