En Bird Island (L'Île aux oiseaux, 2019), de Maya Kosa y Sergio da Costa, protagoniza la muerte. No se trata de una presencia antropomorfa, un poco ridícula, que se afirme como un producto imaginario y esperanzador —si la muerte existe y razona como humano, entonces la nada no es real y la vida es negociable—; más bien la muerte se manifiesta en la tensión entre bosques luminosos y el hambre salvaje de sus habitantes. Podemos ver esto desde los primeros instantes de la película. En una escena, la primera, se les ofrece gusanos y carne a los residentes de un hospital para aves salvajes en Ginebra; el ambiente, aparte de las hojas danzando, es silencioso, pacífico. Inmediatamente después nos encontramos con Antonin (Antonin Ivanidze), un joven que acaba de empezar a trabajar en la isla de los pájaros y que se encuentra con un símbolo ordinario y grotesco de su nueva rutina: un fuerte olor a mierda. Su primer trabajo en la vida será cuidar de los roedores con los que se alimenta a las aves carnívoras; su espacio limitado no ofrece comodidad y poco a poco lo enfrentará a la insensibilidad necesaria para confinar animales y matarlos. La historia de Antonin es un símbolo magnífico de varias cosas: la fastidiosa entrada a la vida laboral, el lento proceso para aceptar la crueldad de la naturaleza y la costumbre de la muerte.

En teoría Kosa y Da Costa hicieron un documental basado en las experiencias de Antonin y narrado por él mismo pero el montaje e incluso las imágenes sugieren una ficción. A menudo nos encontramos con planos distintos de dos personajes hablando al mismo tiempo, lo cual implica dos cámaras —demasiadas para el reducido espacio de trabajo de Antonin— o varias tomas desde distintos ángulos, es decir, las escenas estarían actuadas. En los créditos no sólo aparecen los nombres de las personas a cuadro sino los nombres de sus personajes: ellos mismos. Bird Island es un híbrido donde se impone la misteriosa visión de Kosa y Da Costa que, más que solamente capturar o simular las actividades diarias de un hospital de aves salvajes o representar los miedos de una adolescencia terminal, busca contemplar la fragilidad de la vida y la —en un principio— inaceptable necesidad de asumirla.

Bird Island, o la costumbre de la muerte
Bird Island, o la costumbre de la muerte

Los cuerpos de los animales, tan maltratados e ignorados por centenas de películas, igual que en la experiencia mundana, son en Bird Island significativos y acaso trascendentales en el sentido metafísico. En un plano infrarrojo que nos muestra el calor fugándose del cuerpecito de un roedor nos encontramos con una expresión profunda de la muerte que Kosa y Da Costa subrayan con la música de Dieterich Buxtehude. El plano dura suficiente tiempo para observar cómo los brillantes colores verdosos, amarillentos, se disuelven en un azul apagado, casi malévolo, que afirma con indiferencia la nada. Morir es desaparecer. Después veremos cómo es destripado el pequeño ratón para alimentar a aves que han olvidado cómo cazar. Sin embargo Kosa y Da Costa no filman una carnicería. No hay morbo ni satisfacción sádica en sus imágenes sino la impotencia ante una contradicción forzosa y abominable: los roedores mueren para que las aves vivan y los ecosistemas funcionen. Si la muerte es, en las perspectivas más moralistas y antropocéntricas, un símbolo de caos, aquí más bien es una señal de orden. Sólo la enfermedad preocupa en la isla de los pájaros.

Antonin observa con admiración a Emilie (Emilie Bréthaut), la cirujana de la isla. Ya veterana, ella está acostumbrada a las vísceras y el forcejeo con la muerte. Si los cuerpos de ratones y ratas son carne por preparar, los de las aves parecen pertenecer a quimeras lastimadas. De nuevo, Kosa y Da Costa filman sin temor a lo explícito pero sin intención de asquearnos; más bien parecen querer conmovernos con las dinámicas de la naturaleza. Entre tantos heridos, Antonin y sus compañeros se alertan cuando el flujo de los pacientes aumenta; aparecen nuevos síntomas que anuncian un cambio: ¿el fin que se acerca? ¿Tendrá que ver la presencia humana?

A pesar de estos vislumbres de ambientalismo y acaso apocalipsis, Bird Island se mantiene concentrada en la cadena alimenticia y su tradición violenta aunque la atenúa constantemente con un montaje que resalta la ausencia total de melodrama en este mundo de cazadores tullidos. En la isla de los pájaros se mata y se cura mucho pero también se saca la basura, se observa a los pájaros y se les acaricia. Quizá la ternura no resuelva mucho pero equilibra. A veces, como en la escena más inescrutable de la película, se abandona la materialidad y se entra marchando a un universo místico: Antonin libera a un búho al que quisiera besar pero se contiene ante el temor de ser mordido por él y, tras verlo internarse en el bosque, lo sigue hasta desaparecer. Un tiempo después lo encuentran caminando todavía en un aeropuerto cercano. ¿Qué significa? Tal vez una identificación con lo salvaje y el fin de la rehabilitación de Antonin, que fue operado hace no mucho; quizá nada, al igual que la vida misma, y por eso la escena final de Bird Island nos muestra una fiesta. Frente a la enfermedad y la muerte sólo queda una opción sensata: bailar.

Bird Island está disponible en MUBI: https://mubi.com/es/films/bird-island

Twitter:@diazdelavega1

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