El entramado ideológico al que, en su desmesura, Andrés Manuel ha llamado “humanismo mexicano” no es sino una mixtura de ideas rancias, gansadas y mentiras. Sin embargo, constituye el catecismo para millones de mexicanos hambrientos de creer, a quienes muchos años de sometimiento les grabaron en la mente y en los genes la resignación y el fatalismo.

Otro segmento social, aún más grande, está integrado por lo que Roger Hansen llamó “el mexicano cínico”, el que confiesa: “no les pido que me den, nomás que me pongan donde hay”; “el que no transa no avanza”; “está bien que roben, pero que salpiquen”…

Frente al ímpetu de muchos mexicanos que quieren salir de la pobreza, el humanismo de López Obrador predica la resignación. No solo eso, desde la cima del poder se censuran los afanes de dejar la pobreza para alcanzar un nivel de vida más digno, le llama despectivamente “aspiracionismo”.

Proclama que no se puede combatir el mal con el mal; hace creer —lo que es un verdadero disparate— que la aplicación rigurosa de la ley implica el mal y llama a abrazar a delincuentes que extorsionan, secuestran, torturan y destazan seres humanos: perdón y olvido.

Las mujeres en el humanismo de López Obrador son apenas una tapadera para encubrir su machismo. Así se explica un gabinete paritario en el que las mujeres están de adorno o para la glorificación del señor; dice que Xóchitl Gálvez es un producto de los oligarcas: Salinas, Fox, Claudio X, Diego... porque no puede admitir que una mujer pueda crecer profesionalmente por sus propios méritos, sin el padrinazgo de un hombre.

El humanismo de López Obrador lo lleva a recibir a las abuelas de la Plaza de Mayo, al tiempo que ignora a las madres buscadoras mexicanas que, con riesgo de su propia vida, se esfuerzan por encontrar los restos de sus seres queridos.

Las pensiones sociales —uno de los ingredientes mayores del “humanismo mexicano”— no se proponen generar condiciones para que los pobres salgan de la pobreza, sino para que se mantengan en ella. No hay ni un asomo de políticas públicas que se orienten a trastocar las condiciones que por siglos han impuesto la pobreza en extensas regiones del país: el aislamiento de las comunidades, los cacicazgos, la precariedad en todos los órdenes, la ausencia de infraestructura, el abandono del Estado.

Entre los saldos del “humanismo mexicano” están las universidades Benito Juárez, que sirven más como escuelas formadoras de cuadros políticos que de profesionales útiles a sus comunidades y a la patria.

El “humanismo mexicano” niega la ciencia y la sustituye por el dogma; persigue a los científicos, intenta eliminar los exámenes de admisión en las instituciones públicas de educación superior, lo que constituyen un elogio a la mediocridad y maltrata instituciones de excelencia como el CIDE.

En su modestia infinita, su humanismo lo lleva a ponerse a la altura de los grandes héroes de la patria: Hidalgo, Juárez, Madero y le exige a sus devotos que hagan lo que tenga que hacer para garantizar la permanencia del proyecto, lo que de no ser trágico sería hilarante. ¿Humanismo o más bien humorismo mexicano?

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