El 29 de octubre, el actor Octavio Ocaña murió de un balazo en la cabeza, tras una persecución por policías municipales de Cuautitlán Izcalli. El asunto ha sido descrito por las autoridades como un accidente, pero la familia de la víctima ha insistido en que fue un homicidio.

No conozco el expediente y no puedo por tanto opinar sobre quién tiene la razón. El caso, sin embargo, sirve de ilustración de lo mucho que está mal en nuestro sistema de seguridad y justicia.

En primer lugar, cualquier interacción entre la policía y la población que termine en la muerte de un civil tendría que detonar una indagatoria al interior de la propia corporación, más allá de las posibles responsabilidades penales de los elementos involucrados. Hasta donde se sabe, eso no ha sucedido.

Una de las policías involucradas en los hechos fue detenida por el presunto delito de robo, pero no parece haber una investigación al interior de la policía de Cuautitlán Izcalli. Según el comisario de Seguridad Pública y Tránsito Municipal, Rodrigo Hernández García, “los dos policías pertenecientes a la corporación y que participaron en la persecución del vehículo del ahora occiso, actuaron de acuerdo a los protocolos establecidos”. Eso puede o no ser cierto, pero la versión ciertamente no viene de una fuente independiente.

No parecen existir esas fuentes independientes. La policía del municipio no parece contar con una unidad de asuntos internos (al menos, no aparece en el organigrama municipal). Existe una Comisión de Honor y Justicia que forma parte del Consejo Municipal de Seguridad Pública, pero no parece haber actuado por ahora en el caso de Ocaña. Lo mismo vale para otras instancias del gobierno municipal, así como para el cabildo. No ha habido por ahora ningún sindico o regidor que tome el tema como propio

De hecho, parecería que toda la responsabilidad se está depositando en la Fiscalía General de Justicia del Estado de México. Esta podrá o no culminar con el deslinde de responsabilidades penales de los involucrados, pero claramente no va a detonar un proceso de aprendizaje y transformación de la policía. Tal vez se castigue a algunos elementos, pero el asunto va a quedar hasta allí.

Todo este asunto es ejemplificativo del déficit de rendición de cuentas en nuestro sistema de seguridad y justicia.

Las corporaciones policiales que cuentan con unidades de asuntos internos medianamente funcionales se cuentan con los dedos de una mano. Las que cuentan con mecanismos de supervisión civil externa son aún más escasas. Muy pocos cabildos se involucran activamente en la fiscalización de las policías. El control legislativo sobre las policías es estructuralmente débil: las comisiones de seguridad pública en las legislaturas locales o incluso en el Congreso de Unión tienen muy pocos dientes. Por su parte, el control judicial sobre las policías es incipiente, en el mejor de los casos.

En esas circunstancias, hay condiciones muy pobres para contener los abusos y la corrupción que permean en muchas corporaciones policiales. Peor aún, en ausencia de fiscalización, supervisión y control, no hay incentivos potentes para la transformación y mejora de las policías. Las inercias persisten y los vicios permanecen intocados.

Tragedias como la de Octavio Ocaña no son solo producto del mal comportamiento de unos cuantos elementos, sino de fallas estructurales profundas en las instituciones de seguridad y justicia. Allí es donde deberíamos de estar poniendo el ojo.

alejandrohope@outlook.com
Twitter: @ahope71

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