Si existe algo que el hoy director y antes publicista Jorge Cuchí trajo del mundo de la publicidad a su forma de hacer cine (por casi once años fue director creativo de Olabuenaga Chemistri, los creadores de la frase ‘Totalmente Palacio’) es la convicción de que al público hay que impactarlo.

Lo intentó con resultados irregulares en su ópera prima, 50 o Dos Ballenas se encuentran en la playa (2020), cinta basada en el famoso caso de “La Ballena Azul”, una serie de retos en redes sociales que culminaban en el suicidio de los participantes y que al parecer le costaron la vida a más de un adolescente. En aquella cinta el director se mostraba competente en el manejo de la lente (cierta escena de un accidente en concurrida avenida de la CDMX demostraba las capacidades técnicas de Cuchí), pero con un vacío argumental que dejaba impávido al espectador.

Para su segundo largometraje, Un Actor Malo (México, 2023), Jorge Cuchí dobla la apuesta: de nueva cuenta tratará de impactar al respetable, pero esta vez lo hará no con diálogos inanes sino con situaciones límite en una película con una estructura bien lograda, un guión muy bien escrito (por el propio Cuchí), una polémica muy calculada, una atmósfera inquietante, pero apoyado siempre en el extraordinario trabajo de sus dos actores protagónicos: Fiona Palomo y Alfonso Dosal.

El resultado es un thriller acezante que de inmediato engancha al espectador para no soltarlo jamás sino hasta el caótico (y hasta cierto punto delirante) final, único momento cuestionable de una cinta que hasta entonces sabe manipular a su público para causarle todo tipo de emociones: duda, indignación, repulsión y solidaridad con la víctima del relato.

México, tiempo actual. Daniel Zavala (Alfonso Dosal) y Sandra Navarro (Fiona Palomo) son dos jóvenes actores que trabajan en una película independiente. Daniel está casado y tiene un hijo recién nacido, su carrera parece prometedora puesto que lo acaban de llamar para un proyecto en Hollywood. Todo luce bien en el horizonte para la carrera de este actor.

Lo que sigue en la película (una atractiva historia sobre infidelidades bastante turbias) es filmar una escena sexual. Durante un ensayo del guión, en la sala de maquillaje, alguien les sugiere que, para hacer las cosas más reales, efectivamente deberían tener sexo en esa escena. “Como en ‘Anticristo’, de Von Trier” dice, casual, una maquillista.

Llega el momento de filmar la dichosa escena, se vacía el set (una habitación de algún motel de paso), corre cámara, pero algo pasa, el director detiene la secuencia, Sandra pierde la

concentración, se ve perturbada. Le pide al director un momento a solas con las chicas de la producción. Es ahí donde Sandra le declara a las dos asistentes que Daniel la acaba de violar.

Lo que sigue es el pandemónium, la situación se vuelve por instantes inverosímil por lo ridículo del caso: ¿a quién carajo se le podría ocurrir en plena filmación, con la lente de frente y el director observando, violar a una actriz? Pero ¿cómo no creerle a Sandra?, quien sigue ahí perturbada, inmóvil, con ojos llorosos pero con la convicción de no dejar pasar al agresor: está dispuesta a denunciar y llegar hasta las últimas consecuencias.

El director y guionista no juega al whodunnit, conforme la cinta avanza queda perfectamente claro qué sucedió en esa habitación, quién miente y quien dice la verdad. Lo que hace que esta cinta sea compulsivamente visible es la forma en como va desdoblando los mecanismos del abuso, la victimización y revictimización, la mentira, el encubrimiento y la indignación desbordada.

Fiona Palomo se vuelve el centro moral y actoral de esta pieza, en su trabajo (ese extraordinario monólogo donde por teléfono tiene que contar por enésima vez lo ocurrido) residen las mejores cualidades del filme: mostrar el auténtico viacrucis que deberá pasar una mujer desde el momento que denuncia la agresión y posteriormente defender una y otra vez sus dichos frente a un sistema hecho para no creerle.

Cuchí agrega un elemento más: las redes sociales, la indignación digital, la radicalización del hartazgo ante un sistema que permite que esto siga pasando sin mayores consecuencias. Es ahí donde el guión encuentra su momento más polémico y cuestionable.

En su afán por castigar al agresor (que sin duda es un auténtico imbécil) e impactar al público, Jorge Cuchí descarrila lo entonces logrado mediante una resolución escandalosa, sensacionalista y que no parece justa en su descripción de los movimientos feministas, reducidos aquí a una vil turba.

Esa resolución da al traste al equilibrio que hasta entonces había logrado el filme, detonando una empatía tramposa hacia el agresor y, en el peor de los casos, generando miedo ante las posibles consecuencias de una denuncia.

Esto último no debería descartar a este filme en sus no pocos aciertos. Es una película incómoda, potente, que generará conversación, y que si el polémico final no la hunde es, en gran medida, gracias a las excepcionales actuaciones de sus dos protagonistas y al guión tan bien estructurado con el que se muestra la trama.

Jorge Cuchí es sin duda un director que hay que seguir, y Un Actor Malo es una película que hay que ver.

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