El segundo largometraje de Ari Aster (ópera prima mayor: Hereditary, perturbador corto: The Strange Thing About the Johnsons), Midsommar, ronda de nueva cuenta por los temas que claramente serán definitorios en su filmografía: la familia como caldo de cultivo de los peores traumas, y el duelo por el adiós de un familiar querido como veta máxima y primordial de todo horror.

Midsommar no es la típica película de terror: si buscan material que los haga brincar de su asiento, no lo encontrarán aquí. Antes que asustarte, Ari Aster busca contagiar la sensación de desasosiego, desesperación y dolor de la protagonista, Dani (Florence Pugh), una adolescente que acaba de pasar por un terrible trauma relacionado con su familia y que al mismo tiempo se debate en una relación que ya dio de sí con Christian (Jack Reynor), su novio que está a punto de cortarla.

El largo pero imponente prólogo de esta historia muestra el músculo del director. Se trata de un poderoso inicio, inquietante, impredecible, que provoca el malestar necesario para que lo que está por suceder sea aún más impactante. La magnífica cámara de Pawel Pogorzelski abona a la atmósfera ominosa con rebuscados encuadres e inspirados planos secuencia. Apenas han pasado veinte minutos y Aster nos tiene en la palma de su mano.

Y es aquí cuando finalmente empieza la película….

Más por lástima que otra cosa, Christian invita a Dani a un viaje que tenía planeado con sus amigos: ir a los festejos de verano en Suecia, a lo que ella acepta como una forma de huir de los últimos acontecimientos. El grupo visita una comuna en un lugar paradisiaco en la cual creció Pelle (Vilhelm Blomgren) amigo de Dani y que junto con otros compañeros esperan pasar unos días de contacto con la naturaleza y las drogas.

Al estilo del clásico The Wicker Man (Hardy, 1973), la comuna se comporta amable pero robótica en su recibimiento de los norteamericanos y no tardan en aclarar que ellos no son una secta ni mucho menos, “somos una familia”. Claro que lo son. La “familia” les da alojamiento en pintorescas cabañas y los preparan para los rituales por venir. Todo parece excéntrico e invitante, hasta que los turistas son testigos de la demencia de ciertos ritos y costumbres de esta “familia”.

Es entonces cuando todo se convierte en un festival de horrores, depravación, tensión e incertidumbre. La comida es abundante, las bebidas son de colores, y poco a poco los ritos van mostrando su verdadera faz. Esas aguas de colores no son lo que uno espera, y el pelo en el plato principal no es precisamente un descuido del chef.

El cine de Aster exige actuaciones superlativas, siempre al límite. Lo obtuvo en Hereditary con la extraordinaria (y groseramente ignorada en los Oscars) Toni Collette, y lo repite, al mismo nivel, con la extraordinaria Florence Pough (la recuerdan por Lady Macbeth). Esta larga ópera de ritos, leyendas y mitos no funcionaría sin el compromiso e ímpetu de la actriz protagónica.

El problema, o en este caso, mi problema, es que la trampa que le da título a la película (aquella que inicia con la llegada a Suecia) va perdiendo efectividad conforme pasan los casi 120 minutos que restan de metraje. El llamado “suspension of disbelief” se va complicando conforme la cinta se alarga innecesariamente. Uno comienza a dudar si esa sensación de incomodidad que provoca la película es por lo que vemos en pantalla o por el tiempo que llevamos frente a ella.

No obstante, es claro que Ari Aster posee un entendimiento tan claro del engranaje del terror que no sólo es capaz de de elevar el suspenso a plena luz del sol -con un perfecto paisaje en el horizonte y el pasto a nuestros pies- sino que también es un maestro en elaborar estas trampas cinematográficas, creadas tanto para sus personajes como para nosotros.

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